Dentro de todas las cosas que he escuchado durante esta nueva etapa del mundo conocida como “pandemia” (¿quién lo iba a decir? Siento que ya hemos vivido de todo), una de las cosas que más se me han quedado grabadas en la mente, es esto: “El capitalismo nos ha fallado, porque su fin siempre fue la producción, y no el progreso” (que, por cierto, desafortundamente no sé quién lo dijo. Supongo que lo podría encontrar en Google, pero no quiero). Se me hicieron palabras muy sabias porque resume a la perfección la manera en que hemos estado midiendo nuestras vidas. O bueno, no sé tú, pero así he estado midiendo la mía. Cuánto gano, cuánto me reconocen, cuánto me dan, cuánto obtengo a cambio. Es como si en esta lucha implacable por tratar de ganarle al sistema, de todos modos uno siempre sale perdiendo. Pierdo mi humanidad, pierdo el gusto por las cosas. Es comer sin saborear, nada más para vivir. Pero lo realmente incómodo, es este deseo por hacerle saber a los demás que sirvo. ¿Para qué? Para algo. Pero sirvo.
De todo lo que podría preguntarme en mi cabeza, está siempre el “¿qué gano?” y no “¿cuánto he crecido?”.
Y podría empezar a hacerlo desde ahora, por supuesto.
¿Pero qué gano?
**
Reporte desde el confinamiento: Hay muchas cosas que se hacen bien claras ahora que estoy guardada en la comodidad de mi departamento. Por ejemplo, que de a ratos los gatos sí se muestran un poco sacados de vibra de mi presencia, pero luego hay momentos llenos de paz donde se acurrucan en mis piernas, o esta nueva cosa que trae Pirata, que ahora se duerme conmigo después de su experiencia cercana con el más allá. Los tres, en el arte de la sana convivencia.
Otro de mis momentos favoritos: cuando los tres dormimos en nuestros lugares favoritos. Pirata duerme en su camita abajo de mi tocador, Sorata en su camita junto a la ventana grande (especialmente cuando entra un poquito de sol que se refleja desde la ventana de la vecina) y yo en mi cama. Son momentos tranquilos, que más adelante (por el inevitable regreso a la rutina), voy a extrañar mucho. Porque así estamos diseñadas las personas: para vivir, no valorar y luego extrañar (ad infinitum).
La cosa es: ¿cuándo vamos a regresar a la rutina?
**
La ¿vida? de la cuarentena también trae otro tipo de ideas a flote. Los caminos solitarios, las decisiones hechas en el camino, el conformismo. Encerrarte físicamente, es encerrarte también con esas imágenes que intoxican el alma. Y es cuando tratamos de aferrarnos a las cosas que nos mantienen a flote: tengo mis clases de alemán online, terapia en videollamadas, yoga videollamadas, fiestas con alcohol en videollamadas. Todas estas acciones son recordatorios de que no hay que tocar fondo. Por más seductora que sea la idea, no hay que tocar fondo.
**
También está el cansancio, que ahora es bastante peculiar. Por lo común, cuando salgo de mi departamento a la oficina o voy a algún lado, es 100% garantía que dormiré profundamente de lo cansada que estoy. Veo cuántos pasos di, veo cuántas calorías quemé. En este encierro, el movimiento se ha reducido al máximo (incluso con los estiramientos de siempre)… pero me sorprender notar que caigo rendida en la noche. Cansada, agotada, exhausta.
No creo en eso de que llega un momento en que te pones al corriente con todo el cansancio que has acumulado con el paso de los años. No soy científica ¿pero y si no es un cansancio de movimiento, sino uno emocional? Me muevo tanto en los laberintos de las emociones en las que no quiero caer, que acabo rendida.
**
Me pasan un artículo: quizás lo que estamos viviendo es una especie de duelo (por nuestra rutina, nuestro estilo de vida, el futuro incierto). Y me hace todo el sentido del mundo. Extraño las fiestas con mis amigos, ver a algunas personas de la oficina. Extraño quedar para el cafecito en la Condesa, ir al súper con libertad. Extraño llegar a las cinco de la madrugada a mi departamento, envuelta en fiesta, envuelta en vida.
Y que los problemas sociales de la escasez y la desigualdad resalten, no ayuda. Alimentan una culpa que habita silenciosa en mi cabeza.
Sin embargo, recuerdo que hace muchos años sufría de insomnio y de pasar noches enteras en vela tratando de conciliar el sueño… y ciertamente, prefiero dormir de duelo, que esa sensación fatalista de estar dando vueltas en la cama hasta escuchar el trinido de los pájaros y ver cómo el sol se mete, rayo por rayo, a través de lo que era la persiana de mi cuarto en la casa de mis padres.
**
Veo una foto de Nueva York. Me sale en una de esas aplicaciones de recuerdos, que ahora más que nunca siento que son un alivio y al mismo tiempo un pesar. Veo que hace unos años fui a Nueva York, y que con una amiga decidimos recorrer Brooklyn. Dejar tantito Manhattan, y atravesar una parte todavía más industrial de Nueva York. En DUMBO (por supuesto) le pido que me tome una foto donde Manhattam se ve atrás. Salgo con los ojos cerrados y me da risa. Fue un momento feliz.
Ahora, para el trabajo, me pidieron dar una mini clase de cómo hacer un autorretrato con acuarela. Decido hacer uno basado en esa foto, y en el video digo “escojan fotografías que las hagan felices, será más fácil”. Me siento un poco Bob Ross al decir (ya quisiera un gramo de su talento, eso sí). Pero creo que digo algo muy cierto: hay algo en los recuerdo felices, que funcionan como la semilla de una esperanza. Una esperanza que dicta que todo va a estar bien, y que antes hubo Nueva York, pero que los volverá a haber. Y pienso: está bien. Está bien estar en casa, está bien tratar de estar tranquila. Ya habrá más viajes a la oficina, ya habrá cafés, ya habrá pastelitos a las ocho de la noche. Ya habrá bailes en antros a las cuatro de la madrugada. Ya habrá Nueva Yorks, ya habrá Japons, ya habrá Belins, ya habrá Acapulcos.
Por mientras, veo esta foto, y la hago acuarela.
Inmortalizo todavía más ese recuerdo, que de todos modos vive en mí. Y nadie me lo quita.
**
Limpio la casa y no llevo puesto mi reloj (tiene varios días que no lo uso, no quiero saber si sólo quemo 100 calorías al días). Con escoba en mano y una cubeta en el piso, le pregunto al aparatito tecnológico que viven en mi casa, otro colega de esta nueva oficina también llamada hogar:
– “Alexa, ¿qué hora es?”
– Son las 17 y 42. Venga, ya venciste el lunes y ahora venciste el martes”.
Ahora se trata de vencer el tiempo. Qué recuerdos cuando queríamos vivirlo.