Breves Reflexiones VI

  1. En enero, el señorcito que cuida el edificio donde vivo se tuvo que ir a atender algunas cosas personales muy delicadas. Durante todo ese mes, su ausencia se reflejó agudamente en el estado del inmueble: pisos polvosos, tapetes sucios, hojas secas paseándose por el estacionamiento, la puerta siempre cerrada, sin un buenos días. Un mes después, regresó, y –aunque suene un poco poético (lo digo como una queja)– el edificio de repente volvió a tener vida. Me atrevo a decir, siguiendo con la licencia poética, que hasta se veía más colorido. Regresaron las mañanas de escuchar la escoba yendoyviniendo en la banqueta, sus pláticas con el señorcito que cuida los departamentos que están en frente. Regresaron los viernes de escuchar cómo trapea cada piso. Volvió a ser un edificio vivo.
    Y pienso: hay lugares que se marchitan sin las personas correctas.
  2. Lentamente acercarse a algo que duele. Hay un extraño fenómeno en pensar que una vive con cicatrices, para luego darse cuenta que son heridas abiertas. Hoy siento que me escucho muy dramática, pero no va tanto por ahí. Sólo son cosas que pasan, sólo eso y nada más.
  3. A veces me da por regresar a algunos textos que escribí hace muchos años. Específicamente a mis 18-19 años, y me sorprende lo honesta y abierta que era. La manera en que hablaba de mis días, de todo lo que hacía, las personas que veía (menos a quienes debía conservar en el anonimato, porque a veces ser joven es ser fácilmente engañado). Extrañamente, hoy en día ya no siento esa libertad. No sé si con la vida adulta llega la conciencia de las consecuencias de lo que decimos y hacemos (uno es dueño de lo que calla pero esclavo de lo que dice, afirma el Cuarteto de Nos), pero una parte de mí siente que en la honestidad también debería existir valentía. Y por otro lado, en realidad no hay nadie a quien me vaya a enfrentar, que no sea yo misma.
    Y ese es el problema.
  4. En un ejercicio de honestidad: hace poco hubo una conexión que movió el mar que llevo por corazón. Un mar que yo creía tranquilo, pero en realidad sólo estaba conteniendo una tormenta que siempre apaciguo con ideas en las que (¿quizás?) no creo (¿estoy siendo muy ambigua?). Pero hay algo bueno en voltear a ver ese mar. Algo bueno y angustiante.
  5. Confusion is trying to take a hold of me / All I wanted was peace inside a sanctuary / I lived my life so desperate to be in control / Scared of getting hurt again, but now I realise / It’s all for nothing, all for nothing.

Algunas cosas sobre algo que todos odian

  1. Disclaimer: No voy a defender el cigarro. Puedo ser de muchas cosas absurdas en esta vida, pero defender algo así me parece necio.
  2. Soy una persona que bebe, que a veces se altera los sentidos. A veces como cochinadas, y que algunos domingos no hago nada. Soy una persona –a eso voy– que a veces hace cosas, y algunas de esas cosas tienen la particularidad de hacer daño. No digo “matan”, porque si nos clavamos en eso (y si se me permite ser muy intensa) el simple hecho de vivir mata; pero sí hay una diferencia entre acercarse a la muerte por el paso del tiempo y por hacerse daño. Hay una idea aquí que no exploraré el día de hoy.
  3. Un día desperté y se anuncia que en la ciudad estará prohibido fumar en todos lados prácticamente. Bares, conciertos, terrazas, donde quieras. Y está bien, supongo. La lucha por la salud, la vida, lo que quieras. Pero me parecen curiosos algunos fenómenos que surgen a partir de esto. Por ejemplo, la oportunidad de la gente no fumadora de decirle a alguien “eres un asco”. Los infinitos tweets, posts, comentarios de “me alegra que tú, y esa asquerosa bruma que te sigue, vivirán lo que siempre debieron vivir: ser repudiados”. Y no soy tonta: entiendo lo molesto que es el humo, el olor, lo entiendo todo. No vengo aquí a que me expliquen la anatomía de su odio, que me queda muy clara. Únicamente me parece curiosa esa altanería con la que la gente te señala con el dedo índice apuntando a la cara, y creen que la ley consiste, no sólo en prohibir el cigarro, sino que admitas que eres un asco.
  4. Tampoco fumo tanto. Incluso le tengo un cariño especial al cigarro. Máximo tres a la semana, o puedo pasar un mes y cacho sin abrir mi cajetilla que guardo celosamente en un cajón. A veces algo de trabajo no sale, y el cigarro frente a la compu surge. A veces fumo después de llorar (si me preguntas, el mejor de los cigarros). A veces cuando leo sale uno. En mi vida es una compañía en momentos donde quiero un impulso. Es un gusto adquirido de algo que, curiosamente, no sabe ni huele bien, pero que me atrevo a llamarle placer.
  5. Un cigarro ha sido mejor compañía que algunas personas. Pienso: personas me han hecho más daño que un cigarro (qué pretenciosa yo también).
  6. Y lo entiendo todo. Entiendo el odio al cigarro, al humo. Empecé este post diciendo que no lo voy a defender. Pero como alguien que ocasionalmente recurre al cigarro, al menos poder expresar este vínculo sin que se me señale como un asco de ser humano sería algo lindo. Pero menciono el tema, y a todos se les babea la boca por decirme de sus tías que fumaban embarazadas, de los tíos que fumaban 8 cajetillas diarias. De sus hermanos que fumaban en los kinder, los maestros que fumaban en los salones. Y de todos, se menciona: “Son un asco, son un tremendo asco”.
  7. Sí, también me tocó presenciar esas situaciones. Incluso ver a gente sufrir por esto. Pienso: oye, ya sé. Ya sé. Y no los defiendo a ellos. Sólo quería decir: a veces me gusta el sabor del cigarro. Me da un poco de placer. Gracias.
  8. De esto, veo cómo el ser adicto a algo es sinónimo de no merecer llamarse “ser humano”. La limpieza como modelo a seguir. Otra idea que no exploraré el día de hoy (este es un humilde blog, quiero enfatizar).
  9. Una vez, alguien me dijo que su papá murió de cáncer. Fumaba. “Yo lo dejé, pero a veces se me antoja”, continuó. En otra plática, me dijo: “pese a todo, me gustaría echarme un cigarrito contigo“.
  10. Cigarrillo forrado de blanco / El color de la pureza y, ¿Qué llevás en el alma? Lo negro / ¡Cuántos somos los que nos aferramos / A tus pitadas profundas y exhalamos de una vez! / (Mientras tragamos tu veneno).
  11. Pese a todo.

Posibilidades

  1. Empiezo el año con una noticia quizás no tan inesperada, pero definitivamente pensé que no la escucharía tan pronto: mi gato, Pirata, tiene una enfermedad renal. Algo común en los gatos, pero incluso si se piensa como un consuelo la idea de “porque así pasa”, duele escuchar esto porque Pirata no es un gato común.
  2. Pirata se distingue por su porte elegante, un ojo, dos orejitas bonitas y un pelaje blanco y negro, que en alguna especie de ironía, me ha llenado la vida de color. Este gato, el gato con quien he compartido espacio estos últimos años de mi vida, está enfermo, y es algo con lo que tendremos que vivir. No es algo necesariamente fatal (¿otro consuelo?), pero no todo tiene que ser catastrófico para que pese en el alma: la infinidad de posibilidades, todos los caminos a los que esto nos puede llevar, es suficiente para pensar que este mundo, así como tiene maravillas, también tiene cosas espeluznantes.
  3. De hecho, hace algunos años vivimos un episodio catastrófico: una sonda en su cuello que conectaba a su estómago, un Pirata escurridizo difícil de encontrar. Sanar heridas, inyectar comida, abrazarlo mientras me llegaban mails terroristas del trabajo (antes de conocer la maravilla que es trabajar desde casa, la pre-pandemia). Pirata libró la muerte, en parte por mi mamá y mi tía quienes me ayudaron en la titánica tarea de darle sus medicinas, y en parte porque, en este resplandor de posibilidades, todavía no le tocaba irse. Pero desde entonces, desde ese lapso en nuestras vidas, he tenido presente que las cosas, las personas, los días se nos van, y mi gato se va a ir un día.
  4. Ahora el escenario es diferente. Trabajo desde casa, por lo cual es fácil vigilarlo. Puedo darle su medicina con más calma, con más paz, con un horario más humano. Un Pirata ya no tan escurridizo, que ya no huye a la menor provocación. Únicamente son dos medicinas (una pastillita que le doy sin problemas y un polvito que, aunque juren que sabe al paté más elegante del palacio de Versalles, él nomás no da. No da). Hay un escenario distinto al de hace algunos años, pero creo que también soy diferente: te quiero ayudar, y estoy en posibilidad de hacerlo. Y lo haré. Y como soy Libra, equilibrar: prometo no tener pensamientos de desastre, también prometo pedir ayuda si la necesito.
  5. Quizás no estoy tan sola en este mundo.
  6. Estas últimas noches, Pirata se duerme a la altura de mi cuello. Poso la cabeza en él. Es como si lo supieramos.
  7. En el refrigerador, un cajón guarda sus medicinas y las mías. Los dos ahora tenemos otra conexión cósmica: medicamentos que nos acompañarán por toda la vida. Y eso está bien.
  8. La simple idea de que Pirata deje este mundo me truena el corazón. Es pensar: Sorata y yo nos quedaremos solas. Es pensar que no querré amar a otro gato en mucho tiempo. Es pensar en todo lo que pude haber hecho, y pensar en tenerme un poco de piedad, porque ni yo puedo ganarle a la muerte. Es pensar en todas las ausencias que vendrán. Hay cosas que me esperan en esta vida, buenas y malas, depende del cristal con que se miren, pero a lo que me quiero referir no tiene que ver con juicios de valor: me refiero a que todo eso llegará y que tendré que ser fuerte y tendré que ser débil y que todo pasará. Que todo pasará y que deberé caminar en línea recta a una dirección que nadie te da.
  9. Pero ya. Estas cosas, estas emociones, se pensarán cuando se tengan que pensar, se sentirán cuando se tengan que sentir. “Debo estar bien, para que él esté bien”. Pirata me necesita, y aquí estoy. En el paisaje que hay en mi alma, necesito que habite un cielo despejado, brillante, con una luz enceguecedora. Una luz en la que, no obstante, hay un punto negro en medio, una estrella negra titilante, que me recuerda que para todo día hay noche, y que eso no lo juzgue. Sólo es. Y llegará. Porque así pasa.

Breves Reflexiones V

  1. Estos días ha habido algunos flashes al pasado, especialmente por una plática en París; recordar los blogs, noviazgos toxiquísimos, escribir como si mi vida dependiera de ello. Y quizás era así; nada me desahogaba más que abrir el desk de blogspot y escribir, escribir, escribir. Una verborrea juvenil e ingenua, el día a día, dejando pistas de dolor entre las palabras, imposibles para los demás, pero clarísimas para mí. Pero ese pasado ya no duele, ya no se siente punzante. Al contrario: me causa curiosidad, fascinación. Me deja claro que he vivido bastante. La mayor prueba es que lo recuerdo en una plática en París. Cuánto he cambiado.
  2. Otra plática en París, con otra persona a la que admiro mucho. Me pregunta si tengo pareja y respondo “creo que ahora me emociona conocer gente”. Reflexiono mi respuesta en el avión de regreso a México: Me emociona la idea de conocer, pero no la de memorizar. Y eso está bien.
  3. Surge una nueva idea en Berlín, mientras como mi desayuno y un mesero se ríe de la ternura cuando le pregunto cómo se dice “en efectivo” en alemán y me responde “es tan complicado”. Nos reímos. Se levanta, me da unos golpecitos en la espalda y me dice “Have a wonderful Day”. Wonderful, indeed.
  4. Escribir, para recordar. Leo en algún lado: “El cerebro es para tener ideas, no almacenarlas”. He confiado demasiado en mi memoria y algunas ideas que quiero hacer realidad se tornan difusas ahora. Intento el ejercicio de tomar notas de todo. A ver qué pasa.
  5. En algún momento, escribir lo que fue Berlín, lo que fue París. Pero en un breve, brevísimo resumen: me gusta estar viva. No, más bien: me gusta vivir, con sus consecuencias, con sus haces de luces. Sin lo que tanto anhelaba, sin aquello que me roba de mí.

Breves Reflexiones IV

  1. Cada día me cuesta más trabajo descifrar algunas emociones. Una parte de mí siente un eterno aburrimiento a la idea de alguien, a la idea de conocer, memorizar otra historia que no sea la mía. Las historias que me aprendí (¿que me tuve que aprender?) de la gente con la que estuve, ahora –bien vistas y bien lejanas– me resultan tediosas, grises. Pero en esas historias, cuando fui parte de ellas, nunca recibí ni encontré lo que siempre quise. Amor fue, sí. Pero yo quería otra cosa.
  2. A veces pienso que todo lo que sentí a los 20, es producto de forzar las cosas. De sentir lo que todos querían que yo sintiera.
  3. Tiene mucho tiempo que no me siento infatuada, e incluso pienso que ni vale la pena. No lo digo en tono altanero: únicamente no me da. A veces pienso: “estoy aburrida; no sé si debería enamorarme o clavarme un cuchillo en la pierna” (¿esto es un chiste?).
  4. Abro lentamente los ojos y hay una mano extraña sobre mi pecho. Un peso extra sobre mí. La cortina que apenas y deja entrar un hilo de luz revela el perfil de un rostro desconocido. Tatuajes en el pecho, nariz afilada, pelo largo que hace unas horas estaba enrollado en un rodete. El recuerdo del ímpetu. Me permito acurrucarme y disfrutar de lo que no sé, de lo que no tengo que memorizar. Hay algo místico en lo desconocido. La respiración alcohólica, la colcha contra la piel. Todo es tan nuevo cuando amanece.
  5. Veo Fleabag. “Ya sabes lo que vas a hacer”. No lo sé, sí lo sabes, no lo sé, sí lo sabes. Y así es a los 30, creo: lo sabemos. Lo sabemos bien.
  6. En muchas historias, el terror habita en lo que no ves, lo que no entiendes. Quizás de lo que hablo –lo que busco– también habita en esos lugares.

Adiós, pequeño primer departamento, adiós

Hoy le dije adiós a mi primer departamento de vida independiente. Lo descubrí un día en que llegué muy –muy– temprano a terapia, y simplemente se me ocurrió pasar a verlo. Y funcionó exactamente como el amor debe funcionar: la curiosidad me llevó ahí. Era pequeño, pero perfecto. No pasó ni una semana cuando estábamos firmando los papeles (todo fue tan rápido, que sólo me confirmaba lo que Julieta Venegas dice en una hermosa canción: que era para mí) y con eso marqué en mi vida un antes y un después. Todo se movió, y una nueva aventura empezó.

***

Hace cuatro años y medio no tenía toda la tonelada de cosas que tengo hoy en día, por lo que mis libros, mi cama y mi ropa nos mudamos relativamente rápido. Fue una mudanza dolorosa que viví sola; pasando cosas en dos maletas en el metrobús, cuando el trabajo me lo permitía… pero no había problema, porque se iba a lograr. No había de otra en realidad, las cosas simplemente tenían que salir bien y punto. Y cuando ese proceso pasó, recuerdo con mucho cariño la primera vez que desperté en ese departamento de la colonia Roma Sur: abrir los ojos y ver un montón de bolsas negras, libros amarrados con mecates, tener en la cocina un plato, un vaso y un tenedor. Pasaban los días, y el orden fue sustituyendo el caos, hasta que hubo un momento en que me pude sentar (en una de las sillas incomodísimas que tenía) e hice lo que no había podido hacer durante meses: suspirar y descansar, en un lugar al cual ya podía llamar hogar.

´***

Era un departamento pequeño. No puedo poner más énfasis en eso, pero era un hogar. No tengo otra cosa que respeto y mucho amor por ese pequeño lugar, que me protegió de la lluvia, me dio sombra en días de sol, me dio calorcito en los días de frío. Le dio paz a dos hermosos gatitos (que para ellos, me decía mi amiga Graciela, era el Palacio de Buckingham) y que recibió a muchos de mis amigos para comer pizza, tomar vino, jugar Nintendo. Mi departamento sabía cuando tenía problemas y cuando iba por más (como dijera mi canción favorita de El Cuarteto de Nos, Habla tu espejo). Me vio llegar en la madrugada de fiestas buenísimas, de bodas, cenas que acabaron en buenas anécdotas. Me vio viviendo cosas nuevas, recordando cosas nefastas. Me abrazó cuando llegué a llorar, cuando estaba rendida. Me vio en momentos de confusión, de depresión, melancolía. Me vio eufórica, alterada, escuchó mis carcajadas. Sonó ahí mi música, vi mis películas favoritas. Todo ahí era yo, y era un lugar donde yo podía ser más yo que de costumbre. Así define Raphael Bob-Waksberg el amor, y eso era lo que teníamos este departamento y yo.

***

Antes de decirle adiós, compré un helado de gansito (¡ahora vivo cerca de una Michoacana!) y me llevé una velita con olor a galleta. La prendí, y me comí el último postre que comería ahí. Barrí un poco, recogí las últimas cosas y me di cuenta de que en la puerta dejé un papelito con un haikú, de una vela que me regalaron hace mucho. Decía esto:

Beyond the dunes
far away golden feelings
bring new memories.

También me di cuenta de que no me había llevado un espejo enorme que tenía colgado en el clóset. Pensé dejarlo, pero la verdad es que es un buen accesorio para la nueva casa, y que sólo tendría que caminar con él dos cuadras, así que lo descolgué, lo puse junto a la puerta y le llamé a la que cuida el edificio para darle las llaves. Recorrimos el departamento, me agradeció por todo, le agradecí por todo. Le pedí que cuidara al niño que vive con ella, que yo notaba que quería hablar conmigo de animé, pero nunca se acercó (¿será buena idea mandarle libros? Me lo llevo de tarea). Le entrego las llaves, le dejo mi número. Me abre la puerta, porque ya no pertenezco ahí, y me voy. Ahora soy una extranjera de un lugar al que llamé hogar.

Camino, con el espejo en mis brazos, a mi nueva casa. De cierta manera, ya sólo me quedaba llevarme lo único que realmente tengo: a mí misma, en forma de reflejo.

Gracias, pequeño departamento de la Roma Sur. Que en tu historial quede marcado que hiciste a una mujer inmensamente feliz. Pocos lugares –y personas– pueden presumir eso.

Bitácora 1

  1. Tiene mucho que no escribo para mí. Hace unos meses dejé el periodismo de estilo de vida y pensé que esto sería más fácil, pero la verdad es que escribir –para uno, desde uno– siempre es más complejo; de cierta manera es un tratar-de-conectar, algo en lo que últimamente no soy muy buena. El mundo me resulta ajeno, distante, aunque lo más seguro es que sea yo. Pero todo pasa, todo pasa.

  2. (Regreso a la escritura, sólo cuando estoy tocando fondo).

  3. Es septiembre, es la época virgo, lo cual sólo significa una cosa: poner orden. Y si bien en el corazón tengo un bien-sabido desmadre, mi casa está pasando por un momento de depuración tan grande, que me gusta pensar que es una metáfora para lo que viene en mi cabeza. Le he dicho adiós a libros, cuadernos, ropa, discos. ¿Lo más grande? Un librero, el primer mueble que compré con el sueldo de mi primer trabajo, en una época donde aún creía en los discos compactos y los DVD’s. Pero ahora –sin discos, sin dvd’s y con muchos libros– se ha ido de mi departamento… pero le agradezco el espacio que compartimos por tantos años.

  4. “Me divorcié. ¿Te conté?” Me dice mi vecina. Le regalé el librero a ella (que ofrecí en el chat de vecinos), y al terminar de subirlo a su coche, yo a punto de despedirme, me detiene con esta frase. Recuerdo abrir los ojos de una manera asustada (que seguro se vio muy dramático por el cubrebocas). Será que aunque no creo en el amor eterno, no me deja de sorprender la constante confirmación de esta idea. Me acerco con la respectiva distancia que una pandemia mundial exige y me cuenta los escabrosos detalles. Digo escabrosos, porque un divorcio siempre será un proceso que se deba describir con ese adjetivo… aunque debo aceptar que, al final, me cuenta cosas que –por dios– todas hemos vivido con un hombre.

    También me cuenta que todo esto pasó hace un año. Ya lloró, ya fue a terapia, ya renació. Le digo que, de hecho, se ve muy bien, y me dice “lo estoy”. Al no ser una historia mía, no diré muchos detalles, pero sí uno que me parece interesante: eran un matrimonio judío. Ella se convirtió, fueron a Israel, duraron 20 años. ¿Pero ahora? Me dice que aún hay tiempo para descubrir quién es. El primer año de su nueva vida, y todo bien. Todo bien.

  5. Tembló, otra vez. Yo estaba en un streaming en vivo, y me pasó como en esos videos de los noticieros del 85, donde la gente ve a la cámara y dice “está temblando”; estábamos hablando de videojuegos, y la conductora expresa “está temblando, hay que salir”. Levanto la mirada y veo que mis cuadros se balancean in crescendo, así que tomo las llaves, mi cubrebocas y siguiendo las reglas de lo complejo que es atrapar a un gato (más si debes hacerlo en diez segundos) salgo al mismo tiempo que deseo con todo mi ser que los gatos (ya escondidos en algún lado) se metan a sus respectivos transportines en caso de algo y que nos les pase nada.

    Ya afuera, todo es algo así como una secuencia de terror, más o menos como cuando en The Last Of Us todo se va al carajo y la gente entra a un irreparable estado mayhem: en el momento en el que pongo un pie fuera del edificio, las luces empiezan a parpadear. Un grupo de vecinas se abrazan, lloran y gritan “no puede ser”. Sigo caminando al otro lado de la calle y noto que me tambaleo, de verdad va recio. Mi vecina (la del librero) me ve y me dice “ven, por favor”. Me agarra el brazo (ni siquiera me toma de la mano, me agarra el brazo) y en ese instante se va la luz. Ella tiene los ojos cerrados, mientras que yo los tengo bien abiertos. Luces blancas y verdes empiezan a aparecer en el cielo y se escuchan truenos, golpes, los árboles crujen. Las luces en el cielo me dejan ver los postes de luz moviéndose, con los miles de cables enredados, y me pasa por la mente la sutil idea de que quizás se podrían caer sobre nosotras (pero no pasa, no pasa). Sigo pensando en lo atenta que estaba ante la situación. Es decir, si me va a agarrar el fin del mundo, será viéndolo, no hay de otra.

  6. Ya más analizado, en un momento de ese horrendo apocalipsis, mi vecina empieza a rezar un Padre Nuestro. No sé si su conversión al judaísmo sólo fue por el matrimonio o si había un apego a la religión, pero creo que al final uno reza por aquello que cree que lo va a salvar. Yo antes lo hacía, ahora ya no. “The pain of being a hopeless unbeliever”, dice Belle and Sebastian.

  7. Después de ese infierno, todos entramos a casa. Logro contactar a todo el mundo, ya más tranquilos de que todo bien. Me pongo la pijama, los gatos se suben a la cama y forzo un poco el insomnio. ¿Debería dormir? Es decir, vivimos algo horrible, ¿no? Las luces, el choque de los postes, las vecinas llorando, los rezos. ¿Todo bien?

    Al día siguiente, el sol brilla como nunca. Puedo hacer mi trabajo sin problemas, los Trending Topics en redes sociales son más graciosos que depresivos (que ya es mucho, especialmente en redes sociales) y todo va, como si nada. ¿Fue una pesadilla colectiva? Se sintió igual que estar despierto.

  8. Todos los fines del mundo son iguales.

Una historia que me ha acompañado más de la mitad de mi vida.

Todos tenemos un libro, una serie o una película que nos ha acompañado la mayor parte de nuestra vida. Creo. Y al menos en mi caso, ha sido Neon Genesis Evangelion.

Aproximadamente a los 12 años –siendo yo una esponjita de series, películas y libros– fueron mis primeros inicios con el animé, y mi obsesión con Evangelion fue ENORME, monumental. Y si bien no entendía al 100% toda la historia (21 años después seguimos igual), me maravillaron la narrativa, los personajes y el contraste de ambientes entre una tecnología de punta y constantes crisis humanas existenciales en pleno apogeo. Casual.

Un recuerdo: en el tianguis de los jueves que estaba por mi casa cuando vivía en Iztapalapa, siempre estaba un buen hombre que en mi vida fungió como un dealer de manga y animé, quien logró conseguirme todos los episodios, las películas, tarjetas coleccionables y muñecos de Evangelion, que ahora seguro están guardados en casa de mis papás. Un día hablaré más de todos los tesoros que conseguí con él, pero de verdad no puedo esperar a visitar a mis papás y abrir ese baúl de recuerdos.

En fin, que esta es la historia de una historia que ha estado conmigo desde los 12 años. Y aunque la veo religiosamente una vez al año, siempre encuentro cosas nuevas, cambio de opinión sobre otras y de vez en cuando me lleva a nuevos sentimientos que son una mezcla de melancolía y vacío, que no está mal sentir y pensar en ellos, especialmente cuando te vistes de sonrisa casi diario.

Ahora a mis 33 años me he hecho de la nueva afición de comprar mangas y como amante de la lectura y los libros, no puedo explicar lo enriquecedor que ha sido conocer en papel algunas historias que me enamoraron en sus versiones animadas. Y fue hasta ahora que por fin pude conseguir los 14 tomos de Evangelion, y saldar OTRA deuda con la joven Elsa que jamás pudo cumplir la titánica tarea de conseguirlos, especialmente porque en esos días sólo estaban los importados, carísimos y yo sin un peso (¡iba en la primaria! Denme chance).

Pero ahora trabajo, gano dinero, me compro cosas y los libros me hacen feliz.

Ilustrado por el genial Yoshiyuki Sadamoto, en el manga descubro todavía MÁS cosas de la historia. ¡MÁS! Y de hecho, mi corazón fatalista se regodea, porque el autor se atreve a ir a emociones más crueles y profundas, acentuando la esencia de lo que conocimos en el animé: el fin del mundo no tiene misericordia alguna, pero está bien. Solo así te puedes descubrir.

(A partir de aquí, algunos spoilers).

En el manga se explica lo fundamental que resulta que un EVA tenga un alma humana. Nos explican más de Yui Ikari y su fusión con el EVA. En el manga, Touji muere a manos de Shinji. No lo deja con rastro de vida, sino que lo mata. Además, esto sucede cuando el EVA está en piloto automático, que se traduce en que Gendo obliga a madre e hijo a matar a un chico. Conocemos a profundidad personajes como Kaji y Misato, eligiendo cómo morir; entender la verdad es lo único que le da sentido a sus vidas. Se da por obvio que salvar el mundo ya ni era una opción.

Ahora con más edad y un poco más de sabiduría, tanto en los libros como en el animé ya no me cuadran los chistes de la sensibilidad de Shinji. Son graciosos los memes, son graciosos los videos, pero ahora (no sé mañana, no sé en unos años), comprendo Neon Genesis Evangelion como la historia de una persona que se destruye para volver a edificarse. Y así se siente cuando decides tomar la rienda de las cosas, ¿no? Se siente como el fin del mundo, para luego tener un lienzo blanco. “Vestigios” es la palabra con la que se refieren a las huellas de un apocalipsis del que nadie se acuerda en el último tomo del manga, pero que todos estuvieron ahí. Vestigios del dolor, los errores.

(Recuerdo esta línea de ‘Fight Club’ de Chuck Palahniuk:  ‘At the time, my life just seemed too complete, and maybe we have to break everything to make something better out of ourselves‘)

En fin, que me he extendido mucho. Escribir todo lo que me ha enseñado este animé me llevaría más tiempo, y yo solo quería contestar una pregunta que inicié en Instagram, con las recomendaciones de libros que tanto me gusta hacer: ¿vale la pena leer todos los manga de Neon Genesis Evangelion? Sí. Mil veces sí. De hecho, cuando compré todos los libros, pensé que serían un buen complemento del animé, pero van más allá: son dos cosas distintas, pero con un mismo corazón. Ambas sorprenden de distintas maneras, enamoran de distintas maneras y afectan de distintas maneras. Tienen sus elementos confusos, tienen sus misterios y enigmas que Hideaki Anno y Yoshiyuki Sadamoto dejan para los fans obsesionados con descubrir cosas (¿yo ahí?). Pero al final, aun con sus punzantes pero sutiles diferencias, los libros, la series y las películas tienen el corazón de una de las mejores historias que me he topado desde mi adolescencia, y que ojalá me acompañe hasta el momento en que pueda decir por fin “ya entendí todo”.

Ojalá la gente se diera la oportunidad de descubrir estos mundos.

Ps. Con tanto amor al animé, soy coanfitriona en un podcast llamados Sugoi Cast! 🙂 Todavía no hablamos de NGE, pero pronto. Mientras, si quieren clavarse en series y manga, ¡los invito a escucharlo!

Sobre la tristeza, y lo que me enseñó armar un rompecabezas de mil piezas en dos días

Siempre he relacionado la tristeza con lo caótico. Es más o menos como cuando tu cuerpo todo el tiempo está en estrés absoluto y extrañamente es cuando rindes mejor en el trabajo o en tus pendientes, pero cuando por fin te das el LUJO de descansar, te enfermas de una gripe atroz que te deja tirada en cama dos días, cosa que compruebo no con artículos científicos, sino por la escuela de la vida, ya que esto siempre me pasa DE LEY cuando pido vacaciones. Al llegar el primer minuto de un día libre, es como si mi cuerpo pensara “perfecto, ya no debo estar alerta” y las defensas se me caen, como lágrimas desesperadas de los ojos.

Un trauma de la preparatoria: una vez estaba tan deprimida que no estudié para un examen de literatura, materia para la cual –por supuesto– era muy buena. Desafortunadamente en ese examen preguntarían fechas, épocas y cosas así, y simplemente yo me la pasé muy distraída esa semana siendo miserable. Así que vestida de falda tableada, chaleco azul marino y perdida en muchas ideas, decidí hacer un acordeón. Al ser una muchachita muy nerd y que casi nunca recurrió a la trampa, por supuesto que todo salió mal: me descubrieron dicho acordeón, me quitaron el examen y me reprobaron. La vergüenza se terminó besando con mi depresión en mis hombros, pero eso no fue impedimento para acercarme con la maestra y pedir una disculpa por semejante estupidez. “Yo lo sé, ¿pero qué te pasó? Aún así, sabes que te tengo que reprobar, ¿cierto?” Le dije “sí”, sin pero alguno, y mientras mis ojos se posaban en el papel frente a nosotras y seguían firmemente todos los garigoleos que hizo ella con la pluma roja hasta poner un “5”, no dejaba de pensar en la mezcla de sentimientos tan vacíos que sentía el corazón.

Pese a eso, haber dicho “sí” a la pregunta de saber por qué me estaban reprobando, es una de las cosas más adultas que hice a mis tiernos 17 años.

Todo esto, para explicar que es en la tristeza donde soy menos yo.

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Desde hace semanas vengo arrastrando una tristeza que padezco como si estuviera en un pantano. Llevo varias noches soñando que estoy sumergida en lodo, e incluso una noche sentía que era tan imposible salir de ahí, que el despertador se escuchaba lejano, lejano, en otro mundo. Cuando por fin pude conectar con el mundo real, el sonido del despertador se hizo una especie de brazo que me tomó de la mano y me sacó de ese pantano. Me desperté un poco agitada, como si efectivamente estuviera rodeada de lodo hasta la cabeza. A esos escenarios también los han acompañado pesadillas de otro tipo que solo son momentos amargos que no voy a desarrollar aquí.

El sábado, un poco harta de las distracciones con las que he estado absorta, veo sobre mi repisa un hermoso rompecabezas que me regalaron en Navidad y decido que es el día perfecto para armarlo. Lo abro, tiro las piezas en el suelo, y una hora después de ver el escenario, llegué a la conclusión de que ese reguero de piezas no podía durar tantos días en mi pequeño departamento; por mis gatos, por el polvo, por mi camino diario. La misión, así, sólo podía ser una: armar el rompecabezas ese fin de semana, no más.

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SÁBADO

Empiezo a armar el rompecabezas y me resulta satisfactorio pensar lo buena que soy para esto. Siento mi mirada punzante viendo cada una de las piezas y la manera tan acertada en que concluyo cuál va con cuál. Todo el mundo siempre dice que empieces con los márgenes, y si bien voy separando esa parte en específico por su obviedad, veo que la separación por colores, diseño y tonalidades me es mejor. Me sorprendía un poco tomar piezas al azar y que encajaran, o la manera en que un simple punto de color era pista suficiente para deducir en qué parte del rompecabezas iba. De cierta manera, este deducir –e intuir– comprobaba la mujer que siempre me he pensado: la observadora, la que intuye, la que entrecierra los ojos cuando ha llegado a una conclusión. Disfruto esta sensación, especialmente porque poco a poco me iba alejando de mi malestar y mi tristeza.

Este día decido poner música, y noto que la playlist me pone melancólica. Llena de música ochentera, glam rock, synthpop y darkwave, me pone triste pensar que no he pisado un antro o un club en un año. No he ido a los antros gays que tanto amo, a los lugares gotidarks que tanto me encantan, pero no solo eso: siento que tiene un siglo que no voy a una fiesta de alguien, quien sea, donde vas a beber, quedarte platicando en la cocina, pasarte a la sala, echar miradita con alguien-de-buen-ver, y ya luego irte a las tres de la mañana, ciega de cansancio y con la firme idea de que no sabes cómo ligar. Al escuchar a The Cure o a Morrissey, me acordé de muchas fiestas donde todos coreábamos Friday, I’m in Love (aunque no estuviéramos in love) o cuando nos emocionábamos con ‘First of the gang to die‘. Esto, claro, antes de que Morrissey se hiciera lo que sea que sea hoy. En fin, el punto es que escucho la música y se hace muy punzante esa nostalgia de salir, abrazar personas, arreglarme para lo que sea que tenga la noche para mí. ¿Volverán esos días? ¿Volverán a pegarme en la cara luces brillantes y a dejarme sorda las bocinas que me traen la música que tanto amo? Por ahora, un sábado en la noche, estuve en el piso armando un rompecabezas, aunque en verdad mi mente estaba sumergida en una tina, con un agua pantanosa cubriéndome toda.

Para la medianoche del sábado ya tenía un poco el margen, algunos gatitos y flores armadas, pero ya mi mente de verdad me suplicaba descansar. A diferencia de otros días donde el cansancio era producto de caminar u ordenar el departamento, en ese momento sentía un cansancio mental/emocional extraño: no por estrés ni angustia, sino cansancio de calcular y observar. Una parte de mí de verdad se sentía satisfecha al ya ni siquiera poder pensar en otra cosa que no sea dormir.

Antes de apagar todas las luces siempre leo un rato, pero ahora sí fue pijama, desmaquillarme, dormir. Adiós mundo, adiós, adiós.

Esa noche no soñé nada.

DOMINGO

Este día me levanto a las siete de la mañana. Desayuno mientras veo una serie, me preparo un litro de café, y nada más acabó el episodio, regreso directamente al cuarto a seguir con el rompecabezas. Los gatos también pasarían el día solos, así que cierro la puerta para que no se coman las piezas o destruyan lo que llevaba armado, ya que eso seguro hubiera tenido una respuesta catastrófica de mi parte, como abandonar todo. Todo.

Nuevamente me sumerjo en una concentración que pocas veces he sentido, aunque quizás debería especificar que pocas veces he sentido durante este año de pandemia. Incluso cuando pinto acuarelas, no sé si es porque suelo hacerlo mientras “veo” una serie en español o escucho un podcast, pero la concentración de una pincelada es muy diferente a la de observar todas las piezas de un rompecabezas. Es como si la primera actividad apapachara una parte de mi mente que necesita colores, mientras que la otra es una calculadora vieja y polvosa que está en proceso de reparación.

Sigo con mi racha de ver piezas a lo lejos y saber inmediatamente que van juntas; está ahí la enorme (y extraña) sensación de satisfacción cada vez que esto pasa. Era como comprobar que NO soy todo lo que me decía (¿dice?) la gente que no me quiere ver crecer: que soy buena observando, que soy perspicaz, que mis conclusiones son acertadas. Era como si ya nadie pudiera ningunearme nada.

Llega la hora de la comida, y me paso al otro cuarto para repetir lo de las siete de la mañana: me preparo algo de comer, juego con los gatitos, termino un episodio de la serie que estoy viendo, un poco inquieta porque esto debe terminar el día hoy. Para la tarde, sigo con la radio inspirada en música ochentera, aunque ahora con menos melancolía. ¿Será que escuchar esa música en sábado, detonaba los recuerdos de los bailes, las luces y la música? Quizás.

Pasadas algunas horas, noto que la parte izquierda y la parte derecha ya están armadas casi al 100%, pero algo ocurría con la parte del centro que me preocupaba, ya con pocas piezas sueltas restantes. ¿Qué estaba pasando? Horas y horas viendo todo, algo se me iba. Claro que la idea del rompecabezas incompleto me daba mucho pesar: nada peor que tanto esfuerzo para que algo no llegue a su 100%, aunque de cierta manera tampoco es que eso dependiera de mí. ¿Podía hacer algo? Ya llegaría el momento en que la Elsa del futuro tendría que pensar en alguna solución hogareña (¿hacer esa pieza con papel fabriano y acuarela?), por mientras solo quedaba pensar qué es lo que realmente ocurría con la parte de en medio. Decido pararme, sacudir las piernas entumidas e ir a la cocina para descansar la vista y prepararme un Aperol Spritz. Regreso al cuarto, y como halcón que ve una presa, LO VEO. Bastó alejarme un poco para ver el tonto problema: la solución era acercar la derecha y la izquierda. YA lo tenía todo, sólo era unir las partes. Ya había completado todo, pero en mi cabeza el rompecabezas era MUCHO más grande, cuando realmente ya estaba todo listo, solo era cuestión de unir ambos lados. Qué les digo, satisfacción plena: llevo cuidadosamente ambas partes al centro y encajan de la manera más perfecta. Es una metáfora de la vida, ¿no? Cada vez que me la vivo estresada o angustiada, siempre es “ve a tomar aire”. “Aléjate un poco”. “Abre tu perspectiva”. Me enoja, pero tienen razón. Soy de las que ama estar atenta a todo, angustiarse ante todos los escenarios, pero quizás es cierto: vete a tomar aire, a suspirar, por un cigarro, a darle la vuelta a la calle. Quizás cuando regreses, ahí estará todo.

Doy un sorbo a mi Aperol, orgullosa, porque ahora ya sólo faltaba poner las piezas sin pistas, unicolor. Y claro, fue lo más difícil.

Todos los espacios rosas, sin posibilidad de saber a ciencia cierta en qué espacio iban, por lo que ahora tenía que agudizar más la vista. Ver tamaños, formas, algún detallitos microscópico que me permitieran saber dónde iban las piezas. No mentiré: fue lo más desesperante del proceso.

Pero a las 11pm, esto se logró.

Pongo la última pieza del rompecabezas y una parte de mí se alegra, pero otra quiere llorar mucho. No sé bien por qué, pues no era tristeza; quizás era por haberlo logrado, quizás era por haber ¿evadido? la tristeza, quizás por haber puesto en pausa contestar mensajes y ver redes sociales, para de verdad sumergirme en esto. Quizás, quizás, quizás.

Escondo el rompecabezas abajo de unas bolsas para que los gatos finalmente entren al cuarto, y decido dar por concluído el fin de semana, donde ni salí a tomar tantito sol, no vi redes sociales, pero sí armé un rompecabezas de mil piezas y quise llorar por eso.

EPÍLOGO

Por supuesto que esto fue tema de terapia. Le digo a A. “este fin me encargué de evadir estos sentimientos”. A lo que responde “¿Evadir?” mientras me explica que hice algo con lo cual reforcé muchos de mis talentos. Y que en lugar de rumiar los pensamientos negativos (véase: acostarme a ser miserable, que también lo hago mucho), lo que hice fue un mini proyecto para reafirmar cosas. ¿Qué cosas? Eso ya es mío.

Después de terapia, desarmé el rompecabezas. Muchos me dijeron que lo enmarcara, que le hiciera algo. Pero de cierta manera me tranquiliza tener una caja cuyo contenido va a ayudarme a canalizar muchas emociones a las que les tengo miedo.

Y así, ahora tengo una caja en casa que me ayudará con la caja de Pandora en mi interior, que contenía una herida del pasado (de tantas), que yo creía cicatriz.

Dos nuevas cajas: una en este pequeño departamento, otra en mi pequeño corazón.

‘Devilman Crybaby’ o de nuevas oportunidades

(Además de las cosas personales,
este post contiene spoilers
de ‘Devilman Crybaby’.
Fuera de invitarlos a leerme,
los invito a verla y compartir
mi obsesión por este animé)

Una de las cosas que siempre me han aterrado en la vida es esta creencia (de origen desconocido, pero seguro hay un trauma no resuelto por ahí) de que para todo en la vida sólo tenemos una oportunidad, y si la dejas pasar, es el fin. Así, tajante y sangriento, EL FIN, como si el destino se modificara por completo sólo por UNA decisión. ¿Cuál? Imposible saberlo. Sí, ahora que lo escribo me parece más neurótico que nunca, pero me ha pasado desde que tengo memoria: ante la oportunidad de decir un “te amo”, un “te odio”; en una entrevista de trabajo, en juntas, conversaciones, en cualquier respuesta importante. Es como si cualquier decisión fuera a definir eso tan temido que es “el resto de mi vida”, pero no sólo eso: implícito va el miedo de arruinar “el destino”, como si con un suspiro borrara lo que se supone está escrito en piedra.

Pero es justo ese tipo de ideas las que anulan atisbos más esperanzadores en los que también creo, como el de tener segundas oportunidades, aprender de los errores o recordar con cariño aquellas decisiones tomadas con ingenuidad y juventud… aunque creo que esto último nunca cambia: veo gente a los 40, 50, tomando decisiones con el mismo miedo que un niño que no sabe cuál dulce aceptar a los 7 años. ¿Hay esperanza? Quizás todos los caminos son difusos hasta que te adentras a ellos.

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Veo en Netflix un animé que se llama Devilman Crybaby. Me la habían recomendado, había visto escenas, reseñas, datos curiosos, pero como siempre, las cosas llegan en el momento correcto que debes vivirlas, y yo ahora mismo ando con mi mindset más etéreo que nunca.

Veo este animé, lo consumo como una droga y dejo que se incruste en mi corazón, como cuando te enamoras perdida y visceralmente. Por momentos la serie peca de ser rápida; hay cosas que pudieron ser desarrolladas de una manera apacible, pero quizás lo digo como consumidora: quiero tener más y más.
En fin, como buena historia con referencias bíblicas, tiene millones de interpretaciones. Lo político, lo social, la fe, el amor. Pero en lo que no dejo de pensar está vinculado directamente a lo que menciono en el párrafo que abre este post: la manera en que nos vamos moviendo por la vida tomando decisiones, las consecuencias que traen y lo que podemos aprender de todo eso. Ya aplicado en ‘Devilman Crybaby‘, me parece fascinante esto: la manera en que se nos muestra un Satán que tiene que aprender una serie de cosas, y que sólo en la dimensión de lo humano será posible.

(A propósito de esto último: es curioso que en la mayoría de las cosmovisiones religiosas –desde los griegos hasta ahora– está la idea de que un Ser Etéreo entiende algo sólo cuando se mezcla con lo humano. La religión, al ser una narrativa que nace de nuestra mente, AMAMOS pensar que algo en lo etéreo está completo hasta que vive lo errático que es ser una persona que se equivoca, que cede a las pasiones y que se angustia. Es como si todo lo humano fuera fascinante. Y lo es, pues, lo es).

En la religión (¿especialmente la católica?) siempre está la batalla entre Dios y Satán. Dios, el Ser Perfecto, en ocasiones el Dios Vengativo. Luego, Satán: el ángel caído que se atrevió a desafiarlo. La historia cursi del bien y el mal. ¿Pero hay manera de no ser tan maniqueístas y que esta historia no sea sobre eso? ¿Es difícil pensar que la caída de Satán no es un castigo, sino una especie de estrategia donde entenderá el mensaje de un Dios no bueno y misericordioso (como empalagosamente se nos enseña), sino Neutro y Perfecto? Y mejor aún: esta lección que aprenderá Satán en Devilman Crybaby, llegará gracias a la experiencia de ser una persona. Como ángel cae del cielo, pero llega al mundo en una forma humana: Ryo Asuka.

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Ryo Asuka vive con Satán dormido en su corazón, y tiene la (¿mala?) fortuna de conocer a alguien que moverá su parte humana: a Akira Fudo. Amigos desde la infancia, Akira detiene la mano de Ryo cada vez que tiene el impulso de matar a cualquier ser vivo que se cruce en su camino; los años pasan y Ryo no sólo aprenderá a controlarse, sino que aprende a amar. A amar a Akira. Y no sólo eso: A amar de verdad, pero será consciente de eso hasta el peor de los momentos posibles.

Incluso así empieza la serie, con esta frase:

“Love doesn’t exist. There’s no such thing. Therefore, there’s no sadness”

Aún con este amor que está latente pero no consciente, Ryo se mueve por la vida impulsivamente, de acuerdo a los planes que tiene su parte demoniaca dormida. Incluso hay un momento en que –humano, arrodillado– se pregunta por qué está haciendo todo lo que está haciendo. Su parte humana no entiende qué pasa, pero la de ángel caído sí: como el rebelde, como el que desafió a Dios, va por la vida tomando decisiones pésimas, orillando al mundo a la psicosis, porque su objetivo como demonio es el fin del mundo. Incluso Ryo, en uno de sus ratos de lucidez demoniaca, lo acepta.

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Ryo Asuka revienta botellas y apuñala a los asistentes de un rave (hermosamente llamado “Sabbath“), porque sabe invocar demonios. También abraza efusivamente a Akira tras amenazar a un grupo de chicos con una metralleta. Es un chico que a la velocidad de la luz pasa de la violencia a comentarista deportivo, después sicario y luego vocero diplomático; se mueve como el agua entre la gente, escala sus jerarquías sin problema alguno (hay algo en la maldad que puede fluir como sangre en las venas de la sociedad). Pero aún con todas sus disociaciones que se presentan en cada episodio, hay una luz entre las ranuras de su corazón, y de su parte humana nace un plan para salvar a Akira del plan apocalíptico: fusionarlo con el demonio Amon, para que cuando llegue el fin del mundo, puedan estar juntos.

Como Satán, el plan es arrinconar todo para que el Apocalipsis ocurra. Pero en ese plan no estaba Akira. Así, un humano logró infiltrarse en ese imposible corazón.

Y ahí está, el mejor regalo que puede hacer el Rebelde: puedes quedarte, cuando Todo acabe. Pero esto es algo que Akira no acepta, mucho menos con todas las desgracias que conlleva para su parte humana: Akira, quien tuvo que enterrar la cabeza de la chica que “amaba”, asesinada por una turba iracunda. Akira, quien tuvo que presenciar la muerte de su familia adoptiva, y asesinar a la propia. Akira, quien tuvo que experimentar lo que es el deseo demoniaco no consumado, y no poder saciarlo de una manera humana y disfrutable, sino impulsiva y extremadamente violenta. El problema, parece ser, es que Akira seguía siendo más humano que demonio, mientras que Ryo era más demonio que humano. Y no cualquier demonio: era Satán.

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Todo el tiempo se nos dice en ‘Devilman Crybaby‘ que los demonios son impulsivos. El sexo explícito, las muertes sangrientas, moverse a diestra siniestra. Todo es muy animalesco y por instinto, sin los titubeos de lo humano. Y en este discurso, a cuentagotas se nos dice una y otra vez que Ryo es inmune a las emociones, especialmente el amor, pero más bien parece que aún no las entiende.

En un episodio, Akira tiene que luchar contra una demonio llamada Silene que era pareja de Amon. Es una pelea mortal, donde Akira es casi aniquilado, pero Silene no alcanza a dar el golpe final y muere antes de asesinarlo. Ryo lo busca a la mañana siguiente y lo encuentra tirado, aún con vida. Al acercarse al cadáver de Silene, Akira le pregunta a Ryo si los demonios pueden amar, a lo que él contesta que no, que ellos sólo son impulsos, casi que se mueven por el mero olor de la sangre y el sexo. Y Akira –tan humano, sabio y errático– responde “A mí, me parecía amor” mientras ve a Silene petrificada. Claro: ¿cómo podría Ryo/Satán saber si eso era amor? Porque la lección la va a aprender hasta que él pierda algo que ama, como Silene perdió a Amon.

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A diferencia de esta cruel realidad que vivimos donde el fin del mundo va lento (si es que alguna vez llegamos a eso), en ‘Devilman Crybaby’ el Apocalipsis sucede en un pestañeo. Rápido, cruel, sangriento, con lo peor de la humanidad y lo peor de lo etéreo ocurriendo de manera simultánea. Disparos, guerra, suicidios, homicidios, luces en el cielo, demonios matándose entre sí, todo por el despertar de Satán, ocasionado cuando el corazón humano de Ryo Asuka es invadido por el terror de esta idea: dentro de mí vive un demonio. Y es ante esta conciencia donde vemos su verdadera forma: un ser intersexual, un ángel plateado de doces alas.

Una acuarelita que hice, de tan emocionada que me tiene Devilman Crybaby

Contrario a la clásica simbología, aquí Satán no es rojo y negro, no es horrible, no es aterrador: es hermoso, cautivador, fascinante. Como el fin del mundo, justamente. Y es cuando todas las piezas caen en su lugar: su sensación ajena al mundo, el impulso de matar (detenido siempre por Akira), la manera en que no entiende la razones humanas, todo es por el demonio que habitaba en él. Recurro al manga, donde él cree que sólo conoce el odio y el miedo, pero no: desafortunadamente también llegó a conocer el amor y la clemencia.

Akira, al confrontar la traición de Ryo, es advertido por Satán: una batalla con él será mortal. ¿Por qué no aceptar su regalo, la posibilidad de quedarse en este mundo demoniaco, fusionado con Amon? Akira no puede, porque el lado humano es el que lo gobierna, y es cuando empieza una batalla donde Satán no sabe lo poderoso que es y termina por dividir a Akira en dos. Lo que él unió, él mismo lo separó.

La siguiente escena es Satán acostado junto a un Akira perplejo bajo una noche estrellada, señal de que la humanidad ha desaparecido. Satán habla y habla de la luna, de los recuerdos que tiene de su infancia, de miles de cosas que aún siendo demonio, es una conversación profundamente nostálgica y melancólica. Y sin recibir respuestas, Satán hace la pregunta más triste: “Akira, ¿por qué soy el único que está hablando?“. Es triste, porque se la hace a un torso humano, ya sin vida. Fue imposible separar al demonio del humano, porque así no funciona esta dualidad. Todo termina con Dios mandando a sus ángeles a limpiar lo que Satán hizo.

No, aquí viene la corrección importante y la que cambia por completo TODO: lo que Satán VOLVIÓ a hacer.

Sí, esto ya había pasado.

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Al final de los créditos en el último episodio, está la imagen de un nuevo planeta tierra con dos lunas. Y es que ya había pasado un fin del mundo.

Del primer Apocalipsis surgió la primera luna (todo lo vimos al inicio del primer episodio) y ahora con esta nueva destrucción, el mundo vuelve a surgir, ahora dos lunas en la órbita.

En varios sitios, análisis, reviews y foros (como buena nerd, los he leído todos) me encuentro varias veces con esta conclusión: que El Dios vengativo decide que este es el verdadero castigo de Satán, repetir una y otra y otra vez esta historia, conocer el amor y sentir cómo se le resbala por los dedos, asesinado por él mismo sin fin alguno, hasta que el mundo se llene de cien lunas. Pero hay una parte de mí que piensa que ni Dios es vengativo, ni es esta idea cursi de bondad: lo que le ha dado a Satán (y a la humanidad, porque todos estamos en este mismo maldito bote), es una segunda oportunidad para tomar mejores decisiones en un nuevo mundo. ¿O será que estoy siendo muy optimista?

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Para esto, recuerdo ‘Midnight Gospel‘ (otra JOYA, también en Netflix). Hay un episodio ESPECTACULAR en el que encuentro varias similitudes con esto de elegir mejores caminos. En el episodio “Annihilation of Joy”, Clancy entra a una prisión existencial donde conoce a un prisionero llamado Bob y su “soul bird” llamado Jason. En esta prisión, Bob está destinado a morir una y otra y otra vez, y en cada muerte es juzgado por dos seres que me recuerdan a las Moiras, la divinidades de la mitología griega que definían la vida de los seres humanos (todo conecta, qué locura). Conforme Jason aprende a avanzar en su camino sin que las cosas se conviertan en un baño de sangre, es como podrá liberarse de esta prisión y ser libre, todo mientras nos hablan de espiritualidad, Hinduismo y Atman (Clancy pregunta en algún momento “¿Tiene que morir de esta manera?” Y Jason responde “sí, hasta que logre descifrarlo”).

Así, aprendiendo de los errores y haciendo mejor las cosas… ¿Hay manera en que podamos cambiar nuestro destino?

Como la frase con la que abre ‘Devilman Crybaby’, se menciona esta idea de Buda en ‘Midnight Gospel’: “We think we exist. Therefore, we suffer”. Es interesante que el silogismo de ‘Devilman Crybaby’ anula una emoción y concluye la ausencia de algo tan punzante como la tristeza. Y en ‘Midnight Gospel’, da el supuesto de que creemos estar en una realidad, y por eso sufrimos.

Por supuesto que estas historias son extremas al plantearse en un Apocalipsis o en una prisión existencial de un multiverso… pero en esencia, creo que la idea principal es que las oportunidades no paran de llegar, y que son elecciones únicas, que no arruinan nada o destruyen cosas. Sólo están y las tomamos. Y eso está bien. Vamos haciendo el camino.

Y por un segundo, todo deja de ser neurótico.

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No dejo de pensar en Devilman Crybaby. No dejo de pensar que es la historia de amor tan intensa que desemboca en el fin del mundo. Pero al final quizás, sólo quizás, ahora Satán tiene una nueva oportunidad de hacerlo mejor. No sé si nuevamente habrá un Akira, una Miki, los demás personajes. Pero así como cuando Satán despierta y recuerda todo lo que pasó en el primer fin del mundo, probablemente volverá a despertar y recordar el segundo, ahora con el atisbo de un amor que él mismo mató. Y quizás ya no habrá un tercero, porque ha entendido lo humano, y sabe el precio del “making awful life choices”.

Y quizás así funciona la vida, ¿no? Regreso a mi primer párrafo: pienso en mi angustiosa insistencia a que cualquier “sí” y “no” de mi parte puede ser CRUCIAL. Cualquier “te amo” y “te odio”, cualquier cosa que haga o no, podría desembocar en El Fin de TODO. Pero la cosa es que cada elección, más bien, es redireccionar el camino. El miedo a que todo sea un callejón sin salida se desvanece, cuando pienso que habrá más y más y más oportunidades y decisiones, todas igual de importantes. Se me clava esta frase que desespera a muchos cuando la digo en voz alta, pero que a mí me da una fugaz paz: no pasa nada.

¿Y si me equivoco en algo? No sé, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿El fin del mundo? Si eso sucede… bueno, quizás –como Satán– pueda volver a tener la oportunidad de elegir mejor. Y eso está bien, incluso si me lleva diez lunas alrededor del mundo aprenderlo.