Algo de hecho muy divertido, que súper volvería a hacer II

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DÍA DOS DE TRÓPICO

Para el segundo día, abro los ojos y veo cómo se mueve un poco el techo, signo inequívoco de que sigo ebria. Es una sensación que –admito– a veces me gusta, a veces no. Me gusta porque significa que me la pasé muy bien (afortunadamente soy de las que le para al alcohol cuando sabe que la noche no da para más), pero no me gusta porque viene el dolor de cabeza, algunas veces la náusea (no la de Sartre, LA OTRA) y seguro me duele la espalda baja por tanto bailar. Alguna vez vi un meme que, a manera de fake news, decía “Si te duele la espalda baja, podría ser signo de muerte prematura”. Sí, me reí dos horas, pero la verdad sea dicha: la cruda de perreo sí se siente como un signo de muerte prematura. Abro los ojos y Luis ya está despierto. Algo que admiro de él (además de muchas otras cosas) es que no importa qué tan salvaje haya estado la fiesta, siempre amanece fresco, como si el tiempo no le afectara. Noto que hay un calorcito en el cuarto, producto del amanecer y del sol directo que pega en la ventana. Acapulco es de amaneceres calientes, pero no molestos. A primera hora del día, el sol de Acapulco te lame la espalda para que recuerdes que estás despertando a unos cuantos pasos de la playa.

Y es aquí cuando llega uno de los mejores momentos después de una borrachera salvaje: el desayuno.

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Los buffets siempre me dan angustia, no por otra cosa porque son la clara muestra de que el mundo está lleno de posibilidades, y que tomar algo es señal de que le dirás adiós a otra cosa. Y por supuesto que en los buffets no puedes tenerlo todo, porque es un exceso, porque engordas, porque te mueres, porque nada más no se puede, ya deja de insistir.

Ir a un buffet es una dinámica que se luce por ser muy Sylvia Plath y el árbol de higos:  menos poético, pero más atractivo. En cuanto arranques un higo del árbol, estás dejando los otros. Que si eliges una carrera, te olvidas de un destino. Si elegiste a una persona, te olvidas de otra. Si decides hacer algo, otra cosa se te va de las manos. Qué angustia, pero así se va haciendo camino. Por cierto, en el buffet había higos, y una tabla de quesos, pero en este caso yo elegí una birria bien caliente y diversas cucharadas de las cazuelas llenas de comida mexicana que había en la mesa de antojitos. ¿Merezco ser juzgada por tratar de ser Sylvia Plath, pero usando un buffet en Acapulco como metáfora de la vida? No lo creo.

En dicho buffet hay una señora preciosa, de sonrisa permanente. Luis me dice que hace sopecitos y quesadillas totalmente recomendables, excelente servicio. Ese primer día voy con ella y le pido una quesadilla con carne “pero bien copeteada” que es mi modus operandi por excelencia cuando quiero que me den la comida bien servida y no con una línea delgada de alimento (¿qué es esto? ¿cocaína?). Es como cuando en Uber Eats o Rappi pongo en las notas “bien servido que estoy cruda”, ¡y sí me dan la comida bien servida!

En fin, esta amable señora me recibe con una sonrisa enorme, y empieza hacerme preguntas en un tono que me hace entender que sí le importan mis respuestas (que creo es el secreto de la buena hotelería). Me pregunta si estuvo buena la fiesta, y mis ojeras le dijeron que sí. Después llega la hora de la interacción humana dondele pido que me diga su nombre, porque luego hay cierto momento de la conversación en que es incómodo no preguntarlo desde el principio, para luego ser demasiado tarde.

“Merari”, me dice.

Merari, un nombre precioso, brillante. Simple, tiene las vocales y consonantes correctas para que suene como un pequeño cantito. Le pregunto que qué significa, y simplemente me dice que es algo bíblico. Le acepto la quesadilla (con mucha carne) y termina deseándome que vuelva a tener una noche fantástica.

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Después de desayunar nos vamos a la playa, donde a pesar de despertar con la mirada perdida y el aliento alcohólico, me descubro pidiendo una cerveza pacífico. Nos encontramos con las nuevas-amistades y vivimos el delicioso momento de simplemente sentarnos a recibir el sol en todo su apogeo a un lado de la playa, dando algunas visitas esporádicas al mar. Después de ser bautizada por las olas salvajes de Acapulco, regresamos al hotel para cambiarnos y regresar a la fiesta.

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La misma dinámica ocurre que el día anterior: pasamos la tarde en los alrededores del festival para tomar algunas cervezas. Aprovechamos la golden hour (de verdad no tienen una idea de cuántas fotos había ya en mi celular) y vimos a algunos amiguitos de la oficina. Es un momento que de cierta manera hoy valoro, porque en general ver a la gente en la oficina es convivir en un ambiente tenso, totalmente repugnante. Pero verlos sin una computadora en mano, y más bien con vasos con alcohol y una buena energía, me hace pensar que de cierta manera nuestras pobres almas siempre podrán tener la posibilidad de encontrar caminos felices. Me encuentro a K., quien parece estar viviendo el momento de su vida. E. y V. también rondan por ahí, reímos de algunos chistes. Queda la promesa de ir a bailar a Bon Bon en la noche, cosa que no pasa porque ellos huyen de Trópico a la medianoche, y a esa hora para nosotros apenas empezaban las cosas. Pero repito: siempre hay mejores contextos que otros.

(Días después los tres nos encontramos en la oficina. Sonreímos. Extrañamos Acapulco. ¿Y cómo no hacerlo?).

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Para este día, pensé un poco en la mesura, pero se me fue al primer vodka tonic. Cuando la gente pregunta si las cosas están vaso  medio lleno o medio vacío, me gusta verlo medio lleno de vodka y medio lleno de tonic. Decido sacar toda la fiereza, y me unto cuanto glitter pude en el rostro. Es otra de esas cosas que en un contexto normal no haría, ¿pero sabes qué? Empiezo a pensar que la línea entre la Elsa de la oficina y la Elsa de la realidad se empieza a difuminar. Ya una no está siendo lo que la otra quiere, y si me preguntas, todos los días usaría glitter si dependiera de mí. Rosa, azul, verde, turquesa, dorado. La vida es muy corta para no brillar.

Lo hermoso de este día es que nuevamente veo a The Rapture, una banda que me gusta mucho y que vi por primera vez en el Nokia Trends del 2006 (¡hace 14 años!). Estamos tan ebrios que nos sabemos todas las letras. Las idas al baño son siempre una oportunidad para perderte, pero había algo en Trópico que cualquier palmera funcionaba como un faro que te guiaba, para siempre encontrar a tu gente.

Bailamos y bailamos: bailamos en The Rapture, bailamos en la palapa de Café Paraíso, bailamos mientras Uzielito mix me lleva a esa Elsa del pasado que escuchaba a Daddy Yankee. “Reggaetón del de antes”, como le dicen.

Después de esto regresamos al hotel, y trato de quitarme todo el maquillaje de la cara, sólo para descubrir algo inevitable: van a pasar unos buenos días antes de quedar totalmente glitter-free de la cara. ¿Pero sabes qué? Todo cool. Estuve muy en paz con esa idea.

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DÍA TRES DE TRÓPICO

Por supuesto que vuelvo a abrir los ojos y el techo se mueve levemente. OTRA VEZ.

Por supuesto que Luis ya está despierto.

Por supuesto que volvimos a ir a la alberca por una cerveza michelada.

Para ese punto yo ya estaba en un momento de paz mental, donde sólo me preguntaba si de esto efectivamente se había tratado la vida, y si había vivido engañada con todo el asunto del estrés, la angustia y la agonía de la CDMX.

A veces se me olvida que la calma existe. Que mi espíritu puede tener más garbo, y una ahí, muriendo lento.

Amo a David Foster Wallace, pero cuando escribió que viajar no necesariamente da paz espiritual, temo estar en desacuerdo con él: ser turista es ser un extraño en un lugar. Y donde nadie te conoce, puedes ser más real. Es como si en ese lugar que llamas hogar, pese a la comodidad de conocer todo, ya no pudieras quitarte las máscaras que haces para interactuar con la gente y poco a poco te olvidas de quién eres; pero los lugares lejanos: ahí nadie sabe tu nombre. Es donde puedes ser tú. Como si en casa tuvieras que ser tu signo ascendente y no hay de otra, pero estos nuevos territorios, es donde puedes ser el signo solar.

Para este día de Trópico, las cosas son más calmadas. Todo se trata de sentarte en la playita a escuchar música y tomar un par de cervezas. Es el día en que la gente ya no usa tanto glitter ni consume tantas drogas, pero disfruta del sol poniéndose mientras escucha a Caloncho. Nos regresamos al hotel y mientras ponemos Kung Fu Panda 2 en la tele (donde le platico a Luis mi dato favorito de esta película, que Charlie Kaufman ayudó a hacer el guión), mi cuerpo me pide un poco de redención y me quedo profundamente dormida. Una pausa del mundo.

Fue un sueño pesado, a dos de ser considerado una ida sin regreso.

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DÍA CUATRO EN ACAPULCO

Ya es el último día en Acapulco, y CLARO que regresamos al buffet. Todos los chilaquiles del mundo, con ese queso increíble de Guerrero, que me recuerda al que siempre trae mi mamá cuando visita el Estado. Siempre trae los famosos nacatamales, relleno, queso, crema y carne. No hay nada como estos manjares.

Y por supuesto que regreso con Merari, quien me vuelve a hacer preguntas que sí esperan una respuesta. Noto que dos o tres personas en el mismo estado que Luis y yo llegan con ella para despedirse y agradecerle esas ricas quesadillas cura-crudas, como si fuera nuestra Santa Patrona de la sanación etílica.

Le doy las gracias también. “Espero verte el siguiente año”, me dice. Yo también lo espero.

Emprendemos el camino a casa. Hablamos de muchas cosas con las amistades nuevas. Me doy cuenta de cuántas cosas me ha dejado este viaje: mucho baile, mucho alcohol. Liberación, amistades: hacer nuevas y reforzar las viejas (Dato curioso: Luis y yo cumplíamos diez años de conocernos y lo celebramos con una foto donde comprobamos cuánto hemos cambiado. Cuánto hemos cambiado). Regreso brillando, con una camisa blanca, pantalones holgados. Siento que vivo con el filtro de brillitos de Instagram.

Ya en la ciudad siento una depresión inminente, producto de saber que la vida puede ser otra. Trato de no escuchar esa voz, ordenando mis cosas para ir a trabajar al día siguiente. Veo una serie, acomodo cosas. Todo tan fútil.

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En la noche, antes de dormir, recuerdo que Merari no me dijo qué significa su nombre. Lo busco rápido en internet y al parecer la traducción literal y directo de la Bíblia, es “triste”. Se me hace curioso que una persona tan sonriente y amable, con una energía culinaria tan poderosa, que una bola de borrachos y crudos se sienten cuidados y le agradecen sus manos santas por hacer quesadillas, lleve por nombre algo que significa “triste”. Es algo curioso, pero me alegra un poco el alma porque si para muchos llamarte “triste” puede ser una sentencia de vida, Merari, con su sonrisa y su linda vibra, nos demuestra que uno siempre se puede forjar un camino diferente. Nada nos tiene por qué definir si así lo queremos.

Al parecer, las sentencias se las pone uno mismo.

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