Otro año se va, y es buen momento para (re)organizar prioridades. Si como yo, eres de las que hace propósitos… ¿qué tal hacer unos realistas y positivos?

Ilustración: Alejandro Herrerías
La celebración de año nuevo es una de mis favoritas. Obvio por la deliciosa comida, la convivencia familiar y por los ríos de alcohol que no está tan mal visto consumir, pero también porque estoy enamorada de ese pensamiento (mágico, por supuesto) de que la transición del 31 de diciembre al 1 de enero es el cierre de un ciclo y el inicio de un nuevo punto de partida. Bien lo escribió Douglas Coupland en Microsiervos: “La creencia de que ‘mañana’ es un lugar diferente que ‘hoy’, sin duda es un sello que distingue a la especie humana”.
Sin embargo, esta percepción emocionada y feliz es algo reciente en mí. Cuando era niña –y quizás a muchas personas les ha pasado– confundí abismalmente la palabra “propósito” con “deseo”. Y entonces, mientras comía las tradicionales uvas en la cena familiar, pensaba en cosas como “ser rica”, “tener dinero”, “ser delgada”, “sacar buenas calificaciones”, “ser feliz”. Y si bien mi mente concebía esas cosas como algo positivo, ahora tengo claro que cada una de esas sentencias poseía cierto dejo de tristeza implícita; acentuaba todo eso que anhelaba ser, y por lo que no era “perfecta” (lo que sea que eso signifique). Especialmente lo de ser delgada, ya que, como he mencionado en columnas pasadas, durante muchos años tuve una guerra con mi cuerpo, que ahora, si bien no hay una paz al 100%, al menos sí hay amor.
Afortunadamente, ya más grande –y después de leer el diccionario y aprender que hay una gran diferencia entre pedir un deseo y la palabra propósito (Del latín Proposĭtum: Objetivo que se pretende conseguir, GO FIGURE!)– formulé otras cosas, un poquito más pensadas: hacer ejercicio, acabar la carrera, comer mejor, ser feliz (lo repito adrede: es la eterna constante). Sí, puede que las cosas hayan “mejorado”… pero cuando pienso en esa Elsa adultescente, dichos enunciados seguían siendo vagos, metas intangibles, casi como palabras que se dicen sin ganas en una cena, a doce campanadas de que dé la media noche.
Ahora a mis 31 años (¡recién cumplidos!) y con una perspectiva más situada en el planeta tierra, uno de los rituales que he adoptado los últimos seis años, es comprar una agenda bonita, sentarme y dedicar un par de horas a escribir lo que ahora se ha puesto de moda: “propósitos realistas”. Metas (y sueños) que no entran en la categoría de lo imposible, y cuyo objetivo es… sí, lo adivinaron: ser feliz.
Imposible negar que hay una diferencia infinita entre escribir “hacer más ejercicio” que “correr tres veces a la semana” (orgullosa, puedo decir que hace poco corrí una carrera de 5km. Mi propósito para el 2019 es participar en, aunque sea, dos). El “Ser rica” cambió a “siempre hacer mi mejor trabajo y ser la primera en valorar mi esfuerzo”. Y el mejor cambio, es pasar del “ser delgada” a “amarme, como sea que me vea en el espejo” y “no criticarme”. Es importante tener cuidado con el lenguaje que usamos con nosotras mismas, al mismo tiempo que ser claras con lo que realmente deseamos en nuestras vidas. Al final, la primera persona con la que debo ser honesta soy yo misma, y nadie más me podrá hacer feliz. ¿Para qué mentirse? Así que con un delicioso plato de spaghetti, pavo y un vaso enorme de clericot (platillos rituales que se sirven con mi familia), pensaré en que el eje central de todas mis metas, sea siempre ser buena persona. Y que se me tatúe en el corazón esta frase que vi en un templo en Japón: “Ya sea en la buena o la mala fortuna, debe, tenazmente, hacer tu mejor esfuerzo. Tú haces tu propia fortuna”.
*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en Diciembre de 2018. La revista ya no se imprime, ahora sólo es versión digital.