Treat yourself!

Otro año se va, y es buen momento para (re)organizar prioridades. Si como yo, eres de las que hace propósitos… ¿qué tal hacer unos realistas y positivos?

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Ilustración: Alejandro Herrerías

La celebración de año nuevo es una de mis favoritas. Obvio por la deliciosa comida, la convivencia familiar y por los ríos de alcohol que no está tan mal visto consumir, pero también porque estoy enamorada de ese pensamiento (mágico, por supuesto) de que la transición del 31 de diciembre al 1 de enero es el cierre de un ciclo y el inicio de un nuevo punto de partida. Bien lo escribió Douglas Coupland en Microsiervos: “La creencia de que ‘mañana’ es un lugar diferente que ‘hoy’, sin duda es un sello que distingue a la especie humana”.
Sin embargo, esta percepción emocionada y feliz es algo reciente en mí. Cuando era niña –y  quizás a muchas personas les ha pasado– confundí abismalmente la palabra “propósito” con “deseo”. Y entonces, mientras comía las tradicionales uvas en la cena familiar, pensaba en cosas como “ser rica”, “tener dinero”, “ser delgada”, “sacar buenas calificaciones”, “ser feliz”. Y si bien mi mente concebía esas cosas como algo positivo, ahora tengo claro que cada una de esas sentencias poseía cierto dejo de tristeza implícita; acentuaba todo eso que anhelaba ser, y por lo que no era “perfecta” (lo que sea que eso signifique). Especialmente lo de ser delgada, ya que, como he mencionado en columnas pasadas, durante muchos años tuve una guerra con mi cuerpo, que ahora, si bien no hay una paz al 100%, al menos sí hay amor.

Afortunadamente, ya más grande –y después de leer el diccionario y aprender que hay una gran diferencia entre pedir un deseo y la palabra propósito (Del latín Proposĭtum: Objetivo que se pretende conseguir, GO FIGURE!)– formulé otras cosas, un poquito más pensadas: hacer ejercicio, acabar la carrera, comer mejor, ser feliz (lo repito adrede: es la eterna constante). Sí, puede que las cosas hayan “mejorado”… pero cuando pienso en esa Elsa adultescente,  dichos enunciados seguían siendo vagos, metas intangibles, casi como palabras que se dicen sin ganas en una cena, a doce campanadas de que dé la media noche.
Ahora a mis 31 años (¡recién cumplidos!) y con una perspectiva más situada en el planeta tierra, uno de los rituales que he adoptado los últimos seis años, es comprar una agenda bonita, sentarme y dedicar un par de horas a escribir lo que ahora se ha puesto de moda: “propósitos realistas”. Metas (y sueños) que no entran en la categoría de lo imposible, y cuyo objetivo es… sí, lo adivinaron: ser feliz.

Imposible negar que hay una diferencia infinita entre escribir “hacer más ejercicio” que “correr tres veces a la semana” (orgullosa, puedo decir que hace poco corrí una carrera de 5km. Mi propósito para el 2019 es participar en, aunque sea, dos). El “Ser rica” cambió a “siempre hacer mi mejor trabajo y ser la primera en valorar mi esfuerzo”. Y el mejor cambio, es pasar del “ser delgada” a “amarme, como sea que me vea en el espejo” y “no criticarme”.  Es importante tener cuidado con el lenguaje que usamos con nosotras mismas, al mismo tiempo que ser claras con lo que realmente deseamos en nuestras vidas. Al final, la primera persona con la que debo ser honesta soy yo misma, y nadie más me podrá hacer feliz. ¿Para qué mentirse? Así que con un delicioso plato de spaghetti, pavo y un vaso enorme de clericot (platillos rituales que se sirven con mi familia), pensaré en que el eje central de todas mis metas, sea siempre ser buena persona. Y que se me tatúe en el corazón esta frase que vi en un templo en Japón: “Ya sea en la buena o la mala fortuna, debe, tenazmente, hacer tu mejor esfuerzo. Tú haces tu propia fortuna”.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en Diciembre de 2018. La revista ya no se imprime, ahora sólo es versión digital.

El corazón es un cazador solitario

¿Dónde quedó ese amor de películas románticas, sin preocupaciones y que parecería el anhelo de todo el mundo? Al parecer con el paso del tiempo, se ama (y se desea) de otra manera. Y eso está bien.

 

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Hace poco empecé a leer Llámame por tu nombre, de André Aciman. Sí, el libro famoso por la película protagonizada por (el hermoso) Timothée Chalamet y Armie Hammer. Y debo decirles una cosa: al igual que la cinta, es simplemente hermoso. Es prácticamente una carta de amor, de esas que –de verdad– pocas veces se llegan a escribir (¡o recibir!). Mientras leía cada párrafo, cada expresión de deseo y el infinito anhelo por ser visto, me di cuenta que no dejaba de pensar en una cosa: ¿hace cuánto tiempo no experimento ese sentimiento, con esa fuerza y desorbitante magnitud? No sé si me quedé muy grabada con la imagen de Elio (el narrador, de 17 años), pero por alguna razón, mi mente fue concluyendo que ese tipo de cosas se dan más cuando eres joven (específicamente la adolescencia), y que cuando creces, se desvanece.

Ahora en esta época denominada La Vida Adulta, siento que me cuesta mucho trabajo conocer gente, o al menos no me muestro tan receptiva como antes. Y con la promesa a mi autoestima de no aceptar a nadie que no me haga sentir lo brillante que soy… las cosas se han vuelto un poco complicadas. Y luego súmale cosas como aburrimiento, incertidumbre, e incluso cansancio (¡Todo tan adulto!), ¿dónde quedó esa Elsa que escribía cartas, y no dejaba de pensar en los infinitos escenarios un futuro encantador? ¿Cuándo fue la última vez que me llegó al alma una canción amorosa de Juan Gabriel? No me malentiendan: me gusta esta etapa en la que he tratado de ponerme a mí en primer lugar… pero es inevitable cuestionarme si algún día volveré a amar como cuando era más joven, con una pasión arrebatadora, tan fácil de dejarme ir. Y luego mi mente se va a territorios más peligrosos: ¿Será que la lista de chicos que han pasado por mi vida y las malas experiencias (opacando las buenas), son los responsables de que ahora me resulte un poco fatigante el tema?

Por un giro del destino (y un caso más de #ILoveMyJob), tuve la oportunidad de entrevistar al autor. Y cuando le pregunté específicamente por Elio y su amor de juventud, Aciman me dijo algo interesante: “amar así no se trata de ser joven. Sino de cuánta libertad te das al hacerlo”. Wow.
Cuánta verdad en unas cuantas palabras. Me sentí ingenua después de haber preguntado eso, porque me di cuenta de que era yo misma la que se estaba poniendo límites (¡otra vez!). Algo así como ir pensando “No soy joven, ergo, ya no se puede amar con la misma intensidad” y entonces usar eso como zona de confort, no animarme a nada, y que en el karaoke de mi corazón sólo esté disponible “Yo no nací para amar” de Juan Gabriel.

Y no he dejado de pensar en la palabra clave: libertad. La lista de cosas a las que te das chance en La vida Adulta, puede ser infinita: ir a un buffet, salir de fiesta en lunes, ver una serie en un fin de semana, no lavar los platos en toda la semana. Sin embargo, en temas amorosos, el involucrar a otra persona… ahí cambia la jugada. Cuando eres grande, ya buscas otras cosas: pasión, pero que no choque con tu éxito laboral. Diversión, pero estabilidad económica. Compartir tu vida, pero no sacrificar tu independencia. ¡Son muchos peros! Y ninguno es gratis: ahora sé qué me gusta y qué no, cosa que la Elsa del pasado no tenía del todo claro. La Elsa del pasado difícilmente podría poner un alto a algo que la molestara. ¿Y hoy? La primera, and you’re gone. La Elsa del pasado podría amar desaforadamente, pero a ciegas. Hoy para mí es importante crecer, madurar, sentir que mi alma se nutre… por ese lado, la búsqueda se vuelve compleja. Pero déjenme decirles otro aprendizaje delicioso: ahora sabes que nadie te puede obligar a nada. Cuando eres joven y no le entiendes a la vida, quizás es fácil que te engañen con ese cuento (te querría más “si fueras más delgada” “si no trabajaras tanto”, “si salieras menos con tus amigas”), pero ya luego llega la epifanía de que quien te quiera, lo debe hacer por quien eres… y no puedes aceptar menos que eso.

Amar (¿desear? ¡cuántas preguntas!) ciegamente es una sensación llena de adrenalina y te hace ver las cosas de una manera emocionante. Hay quienes todavía tienen ese superpoder, y no niego que a veces los envidio. Pero quiero creer, con todo lo que puede creer un alma optimista, que las cosas no son imposibles para quienes ponemos el corazón en una caja de cristal y nos andamos con cuidado.

Hay muchas ideas en la columna de este mes, pero estamos hablando de uno de los temas más discutidos desde tiempos ancestrales. Pero hoy, la Elsa del 2018, después de leer Llámame por tu nombre y de reflexionar, concluyo: 1. La intensidad del amor no tiene fecha de caducidad, ni que fuera queso. 2. El amor de juventud es rico, porque estás descubriendo nuevas emociones y maneras de ver a otra persona. Los “peros” que vayas agregando, es porque estás cuidando tu corazón. Y 3. Debo darme un poco más libertad. Arriesgar un poco. Ya sé: está la posibilidad de que me rompan el corazón… pero recordando uno de mis shows favoritos, Bored To Death, me grabo las sabias palabras del llamado Dimitri: “Ojalá te rompan el corazón muchas veces… porque eso significa que habrás amado muchas veces”. ¿Y saben qué? Siempre es mejor haber amado.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en Noviembre de 2018.

Glamour en el tiempo

La revista que tienes en las manos cumple 20 años. ¿Qué conclusiones se pueden tomar al ver el paso del tiempo en una revista femenina?

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Ilustración: Alejandro Herrerías

En Viernes o los Limbos del Pacífico del escritor Michel Tournier, hay una parte donde Robinson Crusoe descubre cuánto tiempo ha pasado en la isla a la que llegó en calidad de náufrago, tiempo del cual él no fue consciente por la ausencia de relojes o cualquier aparato que pudiera medir los días. 28 años vivió ahí, le dijo quien lo rescató, ni más ni menos. Y entonces, Tournier escribe: “El tiempo se desplomó sobre sus hombros […] y repentinamente pasó a ser un hombre viejo”.

 

El paso del tiempo es muchas cosas, pero déjenme decirles que cuando te preguntan qué estabas haciendo hace 20 años, y tienes una respuesta clara, y que no son recuerdos perdidos, que se ven como fulgores… Tournier lo dijo muy bien: sientes un peso tremendo caer sobre ti.
Tenía 10 años, e iba en la primaria. Me sorprendían cosas como ver a Madonna con una blusa transparente en su disco Ray Of Light; veía MTV, Cartoon Network y Nickelodeon como obsesionada, la década de los noventa estaba en su apogeo con su moda chillona, y pensábamos que el mundo nos iba a durar para siempre. (Y claro, también había nacido Glamour).

Los años pasaron, y cuando salí de la universidad, por alguna razón pensé que me iba a dedicar a escribir sobre política. Estaba en mí un atisbo de la vena feminista, aunque sin madurar, con muchas ideas que todavía no estaban tan bien formadas, y cargada de miedos que me ha costado mucho expulsar de mi sistema. Pero –como siempre– la vida misma se encargó de mostrarme que nada es tan sencillo, que todo puede cambiar en un pestañeo, y cuando menos lo esperé, ya estaba sentada frente a una computadora, con una colección de Glamour’s para familiarizarme con el mood… y seis años después, aquí estamos.

Mientras pienso detenidamente esta columna, me puse a revisar algunas revistas de hace veinte años como inspiración. Y mi primera impresión, fue ver que seguimos con las mismas inquietudes, pero –afortunadamente– lo que ha cambiado es la perspectiva desde donde lo vemos, y el lenguaje con que lo desarrollamos. Cuando en su momento nos preguntábamos “cómo descifrar la mente masculina” (¿a alguien le sigue importando?), ahora tratamos de descifrar el amor en todas sus formas, y su infinidad de posibilidades. Están los artículos de sexo y salud (pero definitivamente no con la libertad que tenemos ahora). Pasamos de preocuparnos por cómo nos vemos (lo peor: ¡para que los demás nos aprueben!) para mejor tener una filosofía de bienestar y amor propio. Eso sí, los horóscopos siguen intactos (#LibraForever).

Y aquí va otro dato interesante: desde entonces, hay artículos sobre cómo aprender a expresar lo que sientes, a ser más fuerte y exigir tus derechos. Ver esta huella del pasado, y notar cómo siguen siendo problemáticas con urgencia de respuesta en el presente, demuestra que todavía falta mucho camino por recorrer… y que no nos vamos a cansar hasta obtenerlo. Y entonces está el consuelo de que ahí ha estado la revista en la que orgullosamente he trabajado, y aunque sólo ha sido una parte pequeña dentro de su larga historia, como mujer, me siento orgullosa de dar lo mejor, siempre tratar de nutrir mis conocimientos y fortalecer esta vena abierta feminista, que se siente más viva que nunca.

Ok, no estoy en el canal del congreso, no encabezo marchas, ni escribo sobre política como creí que pasaría saliendo de la Universidad. Pero veo el Zeitgeist de mi generación a través del mundo del entretenimiento. Y trabajamos artículos sobre el empoderamiento femenino, descubrimos cómo brillar con tu propia luz, y cómo puedes impulsar esa tenacidad, con la moda y la belleza. Y al compararlo con las páginas quebradizas de esas revistas de hace 20 años, es refrescante este nuevo lenguaje… esta increíble libertad.

De cierta manera pienso que al final sí estoy en la trinchera política, pero una mejor; una que sabe que las mujeres somos multidimensionales y ponemos en la mesa, esos temas que se deberían estar analizando, sí o sí.

Esta columna, que más buen es una carta de felicitación (y de amor) termina con esta conclusión: ser editora de una revista femenina, me enseñó a ser una mujer plena. Y que sea un recordatorio de nunca olvidar el propósito de contagiar ese espíritu de poder, a quien nos haga el favor de tenerla en sus manos.

Y a diferencia de Robinson Crusoe, yo, al ver cuánto he crecido y vivido estos 20 años… se posan sobre mis hombros la certeza de mi talento y la conciencia de que podemos ir por más.

Feliz aniversario, Glamour. Gracias por tanto.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en Octubre de 2018.

Cats, el musical. En mi casa.

Ahora que hablamos del medio ambiente, no está demás pensar en este tema: ¿y si cambias el destino de un animalito, dándole un hogar?

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Todo lo que das, se te regresa. Eso dice la frase popular y, honestamente, es algo en lo que creo fervientemente. Pero no sólo lo pienso a un nivel social, sino también cómo te tratas a ti misma. Dentro de esta nueva etapa de vida independiente en la que estoy viviendo, los cambios que he hecho yo han sido pequeños, pero pueden ser grandes (o eso dice Internet): ya no pido popote en restaurantes (a todos nos marcó ESE video de la tortuga, ¿cierto?), compro mi despensa a granel con botes reusados y tiro la basura en su lugar. Pero un tema que me ha movido mucho, es darle hogar a un animalillo de la calle; y es que después de adoptar a dos gatos, lo recomiendo mucho. Parafraseando la famosa frase del tío Ben a Peter Parker en Spider-Man, “todo poder conlleva gran responsabilidad”, yo diría que la felicidad que te da una mascota rescatada, conlleva tareas que no sólo harán al nuevo integrante feliz, sino que de cierta manera también te hará pensar de una manera más responsable, amorosa y definitivamente menos ególatra.

Adoptar a mi primer gato, Pirata, fue una odisea digna de tragedia griega. Pasé con una amiga por un albergue y lo vi en una transportadora. Noté que el pobre amigo no tenía un ojo, ni dientes, un cachito de oreja recortada y era tan enojadizo que si fuera un personaje de película, siento que sería Begbie, el más volátil de Trainspotting (de hecho ese iba a ser su nombre, pero era demasiado obvio que Pirata era el indicado)  Vi lo hermoso que era, así que dejé mis datos con la encargada. En el transcurso de la semana, descubrí que no dejaba de pensar en él, en su tristeza que se notaba hasta en los bigotes, su baja energía y su furia descontrolada cada que alguien se le acercaba. A la semana, le llamé a mi amiga, porque en una de esas sí lo quería. Era un reto enorme que mi primer gato no fuera uno de esos mininos preciosos que te aparecen en Instagram y que con el tiempo se vuelven imagen de comida para gatos, pero oye: era hermoso al final de cuentas. Cuando llegamos, notamos que la herida de su ojo faltante estaba abierta, razón por la que seguro vivía enojado. Después de una serie de eventos desafortunados (créanme, no querrán saber), pasamos del albergue al veterinario, quien me dijo que Pirata debería pasar una noche con ellos, pero que al día siguiente estará perfecto para salir –casi de agencia– listo para su nuevo hogar.
Esa noche no dejaba de pensar si había hecho lo correcto. Llevaba pocos meses de vivir sola, y ahora iba a meter a un nuevo integrante, que quizás podría asesinarme por la noche. Pero dejemos a un lado su mal humor: ¿y si le pasa algo mientras no estoy? ¿Si le hace daño su comida? ¿Qué hago si no entiendo qué le duele? ¿Y si se escapa? Tan guapo con su pelaje blanco y negro y su nariz rosita, llegó a mi casa, y vivió abajo del sofá tres meses. No sabía exactamente qué hacer para que me tuviera confianza, porque todo en su rostro denotaba que lo que le habían hecho, era un juramento a no volver a confiar en nadie. ¿Mi solución? Encontrarle una nueva amiga.
Sorata (nombre que le di porque acababa de regresar de Japón, y significa “cielo encapotado”), llegó más fácil. Me dijeron que alguien la estaba dando en adopción. Primero vi una foto de ella toda sucia; al día siguiente, una foto de ella bañada. Y me enamoré. Contacté a la chica, quien me dijo que era muy cariñosa –quizás demasiado– y que se podría adaptar fácil a mi situación. Y así, al instante, dije que la quería, como quien está seguro de su primer amor.
Después de dos semanas de escuchar maullidos feroces y conatos de pelea, un día entré  al departamento, y descubrí a los dos gatitos acurrucados en su camita. Y desde entonces, no ha faltado el amor en mi hogar. Mi gatita siempre quiere que me despida de ella, me recibe en el sofá y espera que la acaricie con la panza arriba; Pirata se me acerca con menos miedo, y se da besitos con su nueva novia. Final feliz: somos una familia funcional.
Todas esas preguntas que no me dejaban dormir se fueron desvaneciendo, porque –sorprendentemente–  esa leyenda urbana que te dice la gente se hace realidad: tú te vas entendiendo con tus animales. Ahora me resulta fácil ver los cambios de humor (cuando no corren como caballos por la sala sé que algo anda mal), o si maúllan raro.
Es hermoso tener mascotas. Te acerca un poco a ese concepto de “amor incondicional”, tan difícil de entender. Preocuparse por un ser vivo que nada te debe, pero que está ahí para ti, sí que pone en perspectiva las cosas. Y definitivamente cambias el destino de un ser vivo indefenso. Pero lo hermoso es ver que, aunque uno crea que es incondicional, ellos sí dan algo a cambio. Que Sorata se siente conmigo después de un día difícil, o que Pirata pegue su cabecita contra mi pierna cada vez que le doy de comer, se me hace un avance tremendo. A veces pienso que así de sorprendido se quedó Alexander Fleming cuando descubrió la penicilina, pero en este caso no hay tanta ciencia. Bien me dijo una amiga sabia cuando le comenté de estos acontecimientos: “A todas las cosas vivas las toca el amor”. Eso me hace pensar que quizás el mundo no es tan difícil de entender. Sé amable, sé bueno, ayuda sin importar nada. Todo se regresa.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en septiembre de 2018.

#Flashback

Mucho se habla del miedo al futuro y la incertidumbre del presente. ¿Pero qué pasa con ese pasado incómodo? ¿Es válido dejarlo atrás?

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Ilustración: Alejandro Herrerías

Hay muchísimas cosas de mi pasado que pocas veces podría aceptar enfrente de desconocidos. Es más, ni siquiera con mis amigos. Pero hay otras con las que –felizmente– he hecho las paces y que incluso relato con muchas carcajadas y lágrimas en los ojos. Por ejemplo, recuerdo esa mágica etapa en la que fui parte de la estudiantina de mi escuela secundaria (oh sí: usé esos pantaloncitos como de bufón de la Corte Real, ¡y tocaba la mandolina!) o también esa extrañísima fase en que fui gótica (el paquete incluía labial negro, faldas aterciopeladas, escuchaba música que parecía hecha con una licuadora y habitaba en mí mucha furia adolescente). Lo sé: no son momentos muy brillantes en mi existencia (si un día gano un Pulitzer, negaré todo esto), pero si voy a ser honesta, ahora ya bien visto con los ojos de la mujer de 30 años en que me he convertido, cuando recuerdo los conciertos, los nuevos amigos y las nuevas emociones, ese halo de “vergüenza” que cubría ambas situaciones, se desvanece para dejar nada menos que un lindo cariño, y reír cada vez que cuente una anécdota boba en alguna reunión.

Pero eso sí, agarrarle amor a ambas fases me llevó mucho tiempo. No saben cómo estuve peleada con esos momentos de mi vida. Por alguna razón las puse en el archivero de mi mente, etiquetado como “absoluta pena”. Incluso no hay fotos que comprueben que existieron, las destruí todas. Todas. Inminentemente, esto me llevo a reflexionar en cuánto nos pesa aceptar nuestro pasado, y perdonarlo. Si bien empecé esta columna hablando de situaciones cuyo mayor pecado es que fueron meros procesos de madurez y de autodescubrimiento, es imposible negar que hay otras cosas que guardamos en lo más recóndito del corazón y que nos traen pesadumbre cuando salen a la superficie, como si fueran monstruos en un pantano. No sé, pienso en ese beso que diste a la persona incorrecta, eso tan hiriente que permitiste que un exnovio malvado dijera sobre ti. Esa vez que hablaste mal de alguien (y que en una de esas hasta se dieron cuenta) o aquella vez en que fuiste realmente cruel contigo misma frente al espejo.  Y así, podría seguir enumerando situaciones, yendo cada vez más al fondo, pero cada quien conoce los demonios que lleva dentro.

Al mismo tiempo, creo que no es el hecho de saber que hicimos algo mal o que nos hicieron daño lo que más nos duele, sino que quizás tuvimos la oportunidad de detenerlo, o que pasara de forma distinta. ¡La infinidad de posibilidades! ¿Cuántas veces no pensamos en la frase “esto lo hubiera hecho diferente”? Todas esas veces que sueñas despierta bajo la regadera, ganando discusiones inexistentes.

Sí, pues. Ojalá todo fuera sonrisas y momentos ya pasados por el filtro Ludwig de Instagram y siempre dormir en paz. Sin embargo, en otro episodio de “ironías de la vida”, los malos tragos suelen ser los que te dejan mejores lecciones, y en lugar de enterrarlos, quizás es bueno darles su merecido lugar, como aquellas cosas que te han dejado una buena enseñanza. Que nunca más volverás a dejar que alguien te diga algo hiriente. Que nadie pasará sobre ti, ni abusará de tus buenas intenciones nuevamente. Y quién sabe, tal vez quitarte esas culpas por circunstancias que todo este tiempo fueron ajenas a ti.

Nos preocupamos mucho por el presente y el futuro. Muchos dicen que el pasado puede estorbar. ¿Pero qué no conociéndote, incluso tu lado más oscuro, es la mejor manera de saber de lo que eres capaz? No, el pasado no estorba. Te forma, te hace madurar. Y no sólo es importante a nivel personal: ¿qué acaso no vemos cómo estamos repitiendo los mismos errores a nivel político y social?
Por mi parte, mi objetivo es que aunque me provoquen coraje y enojo entripado, ya no mandar a la oscuridad esas experiencias. Al final, todo lo que aprendió la Elsa del pasado, es un mensaje que le deja escrito con tinta indeleble a la Elsa del futuro. Y dicho mensaje, dice que podemos con eso y más. “Una raya más al tigre”, diría la frase popular. Y bueno, tampoco quemar fotos; será muy divertido verlas más adelante.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en agosto de 2018.

Liberación (Material) como terapia

Varios psicólogos dicen que todo lo que hacemos siempre tiene algo inconsciente escondido. ¿Qué significará retener muchas cosas físicas?

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Ilustración: Alejandro Herrerías

Hace exactamente un año me llegó un mensaje que decía “¡Felicidades! Te has quedado el departamento!” Decidí mudarme de casa de mis papás, como un desafío para mí, de vivir una vida independiente, aprender nuevas cosas de la vida adulta, y fortalecer muchos aspectos personales. Me ha ido bien, aunque varias de mis decisiones siguen basadas en el impulso y no en la reflexión, aunque ese es tema de otra columna.
En fin, durante el proceso, el primer reto fue meter mi vida en unas maletitas. ¿Cuál fue mi sorpresa? Que hubo momentos en que me sentía en un episodio de Acumuladores: ¡¿de dónde había sacado tantos libros, ropa y muebles?! Cuando pensé que rentar por primera vez era un borrón y cuenta nueva, cuando terminé de mudarme, llegué a un lugar lleno, como si ya hubiera estado ahí por varios años. Me tardé aproximadamente dos meses en acomodar todo, y si bien faltaban cosas obvias, lo básico ya estaba cubierto (de hecho, en exceso).

Hace unos días, mientras buscaba algo para leer, me encontré un libro sobre la filosofía minimalista en decoración en Japón (¿coincidencia?) llamado ‘Haz espacio en tu vida’ de Fumio Sasaki y al empezarlo, dos cosas pasaron: 1) pensaba lo mucho que me gustaría tener menos cosas y 2) me daba angustia pensar lo mucho que me gustaría tener menos cosas. Me explico: el autor pone fotos de su hogar, que son un mueble, una cama y una tele. Un clóset con cuatro prendas, un baño con tres cosas para cuidado personal, y listo. No más. Y cuando veo mi casa, no dejaba de reflexionar en lo que tendría que eliminar para lograr su estilo de vida: ¿tirar mis discos? ¿Donar mi ropa? ¿Mis cuadros?  Después de hiperventilar y seguir leyendo, el escritor hace una pregunta que, quizás, es un buen punto de partida para un proceso de limpieza: ¿qué es lo primero que piensas, que no te permite deshacerte del objeto?

En este punto, recuerdo la película de Up, de Disney Pixar. Carl está de luto por la muerte de su esposa, y decide inflar cientos de globos para llevarse su casa volando, a un lugar al que ambos deseaban ir de vacaciones. Clavémonos en eso: ¡se llevó –físicamente– su hogar a un paraíso desconocido! Pero claro, llega un momento en que los globos se están desinflando, y Carl debe llevar en sus hombros la casa, como si fuera una mochila, la cual se vuelve un obstáculo para escapar del villano, pues no puede correr por el peso. ¿La solución? Sí, Pixar lo hizo muy bien: ¿quieres huir? Déjala ir. ¿Hay imagen más bonita para decirnos que para avanzar, lo mejor es decir adiós?

Las personas tendemos a darle un peso personal extraordinario a los objetos. En mi caso, tengo cosas que me regaló gente en la preparatoria, que me recuerdan a mi infancia, o que me evocan gente que ya no está conmigo. ¿Pero las tengo por el recuerdo, o porque me da miedo olvidar? Es como si ver esos objetos le diera vida a esas memorias. Pero al mismo tiempo, ¿no se están convirtiendo en una carga? Si siempre nos dicen que el exterior es un reflejo de nuestro interior, ¿será que mi mente y mi corazón también tienen los libreros a reventar, y que no le dan su espacio a esta nueva etapa?

Sin embargo, veo el otro lado de la moneda: estaba hablando con un amigo, a quien le pregunté si él podría vivir de una manera ultraminimalista. Él me dijo (y cito): “A mí me gusta tener cosas. Me gusta pensar que mi casa es como mi cueva, en donde me guardo del horror del mundo exterior”. ¡Y creo que también tiene razón! Llegar a mi departamento, prender la tele, jugar con mis gatos, relajarme… bien dice la frase, un hogar es donde puedes ser tú mismo (y tu teléfono se conecta inmediatamente al Wifi).

Avanzo mi lectura, y por fin me encuentro la cita que necesitaba del autor: ser minimalista no es necesariamente llegar al mismo nivel que él, de vivir con una caja y un foco. Pero sí de aprender a evaluar qué cosas vale la pena tener, y cuáles evitan que tengas más libertad. Y así, he decidido dejar la angustia a un lado, y empezar a depurar. Sí, quizás debí hacerlo desde que recibí el mensaje de que me quedé con el depa… pero tal vez necesitaba más madurez para llegar a esta idea… ¿y qué no era ese mi objetivo al mudarme?

Adiós a esos discos y películas que ni siquiera saqué del empaque; los libros de la prepa que no leeré por gusto (¿de verdad necesito ese de biología II?) y los que la gente me dio en Navidad, de escritores que ni siquiera me gustan. Y mejor quedarme con lo que haga de mi mundo un lugar mejor. Algo así como el equilibrio entre todo y la nada. Y ya que lo haga con el exterior, llevarlo a mi interior: no tener miedo a decir adiós a todo eso que sea una carga. Ser Carl en Up: soltar, para ir más rápido.

Y repetirme todos los días: los recuerdos no viven en las cosas. Viven en mí.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en julio de 2018.

Un poco de suerte

Hablando del mundo laboral… ¿hay un truco para conseguir el trabajo de tus sueños? Creo que sí…

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Ilustración: Alejandro Herrerías

Amo leer esas entrevistas enormes en las revistas, que nos muestran una faceta más personal de alguna celebridad. Y sin duda una de mis favoritas, es la que le hicieron a Bryan Cranston, el actor que interpretó a Walter White en Breaking Bad, en GQ de Estados Unidos. Contexto: el actor hablaba de cómo su padre siempre salía de casa buscando trabajo, y había veces en que llegaba con algo (un proyecto, lo que sea), y otras en que llegaba con las manos vacías. Cranston, por otro lado, tuvo proyectos muy buenos, pero fue gracias a su carisma y nulo miedo a hacer cosas locas en Malcolm el de en medio, por lo que fue considerado para el papel que le cambiaría la vida por completo. Después de mucho analizar, Cranston llegó a la conclusión que algo que tuvo él, pero no su papá, fue un poco de suerte.

Sí, lo sé. Hablar de suerte puede llevar a muchos debates. Puede sonar como algo injusto, o muy azaroso, especialmente si nos han educado que lo único que necesitas para triunfar, es talento y disciplina. Sin embargo, cuando leí esa entrevista, se me quedó muy grabado ese concepto, y no dejo de darle vueltas en mi cabeza. En primera, entiendo por qué la gente piensa en la suerte como algo “etéreo” o imposible: se piensa que si eres talentosa y segura de ti misma, el trabajo de tus sueños simplemente te va a encontrar mientras estás sentada en tu sillón, en pijama, viendo Netflix. O que por azares del destino, una empresa increíble en Nueva York te mandará un mail, rogándote que vayas a trabajar con ellos, aunque ni te conozcan. Pero eso no es suerte, me atrevo a llamarlo ingenuidad.

Lo que sí creo, es que la suerte es algo que tú misma vas a construyendo, haciendo que todas las cosas en tu camino se vayan poniendo a tu favor. Suerte, significa actualizar tus conocimientos constantemente, y nutrirte con nuevas ideas (diría uno de mis videojuegos favoritos, Zelda: Breath Of The Wild: “The adventurous heart must never stop seeking knowledge”), para que siempre estés al día. También encontrar a nuevas personas que tengan los mismos intereses que tú, y quizás ver algunos proyectos juntos. Y también otro punto importante, es no ser tan humilde. Suena raro, pero innumerables veces he conocido mujeres que hacen cosas fantásticas, pero les da miedo decir lo bien que lo hacen. Tienen cierto pánico a verse “alzadas”, e incluso muchas de ellas no se creen “capaces” para pedir más. ¿O peor? No se creen “merecedoras”. Lo sé, porque durante mucho tiempo fui así. Bueno, sigo en esas, pero ahora soy consciente de eso, y trato, aunque sea en bajas dosis, de ser mi propia porrista.

¿Qué nos ha llevado a pensar de esta manera? Históricamente, las mujeres hemos tenido un halo sumiso sobre nosotras, que nos imposibilita a decir “soy buena en algo, merezco más”. Pero es hora de quitarnos eso, y comprender que trabajamos duro, podemos hacerlo, y podemos alcanzar nuestras metas… siempre saliendo de nuestra zona de confort.

Me gusta mucho la frase popular “el que no reza, Dios no lo escucha”, porque es una gran verdad: ¿quieres estudiar en el extranjero? Manda solicitudes. ¿Quieres trabajar en el lugar de tus sueños? Manda Currículum (¡y diséñalo increíble!) ¿Quieres hablar de tu salario, después de muchos años de trabajo? Analiza tus puntos a favor, prepárate, y habla. Hacer, hacer, hacer, pero con todo de tu lado.

Como editora de entretenimiento, he entrevistado a muchas celebridades. Y lo que muchas veces me responden cuando les pregunto sobre los desafíos que se han encontrado, mencionan que los más difícil, eran todas las puertas que les cerraron en la cara (a veces metafóricamente, a veces literal). Adiós audiciones, películas rechazadas, ningún proyecto futuro. ¿Pero qué pasa cuando sigues intentando? Pum: eres la portada en una revista (¡y ahí hablas sobre eso! Algo negativo que te ayudó a crecer, anyone?). Y quizás nuestro caso no es el de estar frente a los reflectores, pero nosotras también debemos enfrentarnos a los “no”, al estrés, a la frustración, y a esos días eternos donde todo parecería salir mal. Pero si sabes lo que vales y lo bien que lo haces, pues con una pizca de suerte (que tú misma has salido a buscar)… ¿quién te puede detener?

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en junio de 2018.

El placer es… ¿nuestro?

¿Por qué el placer femenino se ha puesto en un lugar en el que no es importante, o de plano desconocerlo? Históricamente, no teníamos mucho de nuestro lado…

Ilustración: Alejandro Herrerías

Ilustración: Alejandro Herrerías

Desde que el feminismo ha tomado un poder increíble los últimos años, uno de los temas que me han parecido más interesantes (y que me sorprenden infinitamente), es cómo el placer femenino se había considerado siempre en un lugar secundario… o inexistente, si a esas vamos. Se han hecho innumerables chistes en series y películas, sobre cómo todo termina cuando el hombre termina, y lo demás no importa, gracias, a dormir. De hecho, en uno de mis programas favoritos, 30 Rock, en un episodio decían (sarcásticamente) que habían inventado las primeras películas pornográficas exclusivas para mujeres, y el video era un hombre guapo preguntándote en primer plano cómo te fue en tu día, y qué ibas a hacer el resto de la tarde (Tina Fey, you knew it!). Y bueno, eso citando un ejemplo contemporáneo, pero la verdad es que hemos tenido muchas cosas en nuestra contra desde tiempos inmemorables. ¿Pruebas? Tengo un dato curioso bajo la manga: Hace mucho tiempo, hubo una exposición sobre bicicletas en un museo del Centro Histórico. Entre los bocetos de la primera bicicleta, las novedades que se usan en la ciudad, y algunas muestras vintage, una de las más interesantes fue una bici cuyo asiento estaba total y absolutamente diseñado para que las mujeres no sintieran “placer” al subirse. Así es: alguien invirtió tiempo (¡dinero! ¡esfuerzo!) para diseñar algo que podía ser “dañino moralmente” para las mujeres (¿Qué van a decir las personas? ¡¿Alguien quiere pensar en los niños?!).

En una búsqueda rápida por internet, encontré que no sólo se adaptó el asiento para este fin, sino que incluso hubo una época en que doctores no lo recomendaban, porque podría provocar cosas negativas como esterilidad (seguro lo decían mientras fumaban), aunque quizás el diagnóstico verdadero, era que si una mujer sentía placer, pertenecía al grupo-de-problemas-silenciosos-pero-muy-mal-vistos-en-la-sociedad, como en su momento lo fue usar pantalones, o ya no usar corsés. O ir a clases. O votar. And so on.

De verdad que todo el tema de la bicicleta se me hace inaudito. Especialmente porque no sólo es ese ejemplo, sino que me recuerda que hay miles de millones más en el mundo. Me sorprende este esfuerzo casi sobrehumano por demostrar que la mujer siempre tiene que estar, de cierta manera, incompleta. Y ahora hablo de algo absurdo como lo fue en su momento una bici de 1950, pero luego vemos cosas más serias y deleznables (como la mutilación, sólo por citar uno) y al final sólo dan ganas de querer apagar el mundo, al menos un par de horas.

Afortunadamente, hubo mujeres en el pasado que lucharon para que ahora nosotras pudiéramos hablar. Para que preguntemos sobre métodos anticonceptivos, sobre nuestra salud, sobre nuestra libertad para decidir si queremos tener hijos, y para que demostremos que lo nuestro también importa. No dejemos que sus luchas hayan sido en vano. Es importante entender que es un gran problema que seamos privadas de todo esto. Salgamos al mundo a exigir lo nuestro. Y si el camino es largo… bueno, al menos tenemos bicis.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en mayo de 2018.

La eterna batalla contra el espejo

Desde niñas, nos dicen cómo “deberíamos” vernos. ¿Por qué no mejor enseñarnos a querernos y a hacer las cosas por amor propio?

 

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Ilustración: Alejandro Herrerías

Hace algunos meses tenía una fiesta muy importante (y glamourosa), nada más y nada menos que en Milán, por lo que decidí comprarme un vestido digno de la ocasión, y no llevar el mismo que llevo a todas esas bodas. La verdad es se me juntaron los pendientes y mi tiempo se acababa, así que fui a una tienda, vi un vestido que cumplía todos los requisitos (sólo podíamos usar dos colores, negro y rojo), y accedí a comprar la talla más grande que tenían, sin probármelo, y me lo llevé a mi casa. ¿La sorpresa? Bueno, cuando me lo puse, me quedaba enorme. Cero se me veía figura, las mangas me quedaban como de maraquero, y como la tela era holgada, pues parecía que sólo me puse un pedazo de tela encima. En pocas palabras, la peor decisión del momento. Así que regresé a la tienda cuando tuve otro ratito libre, y ahora sí, con más calma, lo cambié por el mismo modelo… pero cuando fui al probador, mi sorpresa es que el que era dos tallas menos se me veía muy bien. Es extraño que al ser curvy, toda mi vida he dado por hecho que, con agarrar lo más grande que haya, ni debería molestarme en ver cómo me quedan las demás tallas. Es como “simplemente agarrar lo más grande y vámonos”. Pero bueno.

Ya me estaba preparando para dicha fiesta, y mientras me arreglaba, por supuesto que lo primero que me puse fue una de esas fajas maravilla, que todas conocemos: Spanx (todas las mujeres tenemos una. Sí, incluso Beyoncé, es bien sabido). Me sentí bien, porque obvio la faja “resolvía” el 75% de mis inseguridades, y así me fui. Esa noche me la pasé de lujo, platicando con unas chicas holandesas, tomando Campari Tonics a más no poder.

Para el final de la noche, ocurrió otra cosa bastante curiosa: cuando llegué a mi cuarto de hotel, lo primero que hice (OBVIO) fue quitarme el spanx…. Y vaya sorpresa, me vi al espejo y noté que el vestido se me veía mil veces mejor así, sin tanta “presión” en mi cuerpo. Era un fenómeno extraño, pero con ese simple cambio, de verdad el vestido tenía mejor soltura. Y me quedé viendo al espejo un buen rato.

Mientras me miraba, con extrañeza, noté cómo siempre, la primera en juzgarme, en dar por sentado que “nada me queda”, o que necesita de cosas extra “para finalmente verme bien”, soy yo misma. Que no me doy la oportunidad de probar nuevas tallas, que a veces me da miedo experimentar con mi estilo, o que ni siquiera veo si, efectivamente, me veo bien sin tanta parafernalia. Y debo aceptarlo, esto es provocado por la extraña combinación del “qué dirán” y una larga lista de inseguridades que he ido recolectando con el paso de los años. Comentarios en los medios, de gente conocida, y esta nula enseñanza de ver tu reflejo y sonreír.

Y me doy cuenta de que las mujeres muchas veces somos así: vemos con temor el espejo, y ponemos en duda nuestra belleza. Pensamos en automático que necesitamos x o y para vernos bien, cuando realmente son sólo cositas extra que nos gustan en nosotras. Yo soy muy fan de mis ojos delineados (y si vieran mis cat eyes, me quedan de lujo), pero sé que no son un requerimiento para, genuinamente, sentirme bien conmigo misma.

Y al final, lo que queda es empezar a escucharnos a nosotras mismas, respetar lo que las demás deseen en sus propios cuerpos y dejar a un lado todas esas expectativas y estereotipos impuestos. Atrevernos a jugar con nuestro estilo, probar nuevas cosas, salir a la calle orgullosas de nuestros cuerpos. Sí, eso incluye las cicatrices, marcas, hasta el más pequeño lunar. Incluye el color de la piel,  cualquier tipo de pelo. La altura, la longitud de las piernas.

Así, la siguiente vez que me compre un vestido, en primer lugar, me tomaré con calma las cosas, e ir al probador. Básico, por el amor de Dios. Y lo segundo es verme, y en lugar de dudar o decir “sería mejor si…”, lo primero que haré es sonreír, en señal de aceptación y amor.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en abril de 2018.

Sin Palabras

Muchas cosas me enojan sobre los tabúes, pero lo principal, es haber sido esa amiga que no sabía qué decir.

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Ilustración: Alejandro Herrerías

Siempre es fácil no hablar las cosas. Simplemente poner los temas incómodos debajo de un mantel, ponerle un florero bonito encima, y nunca volver a saber de ellos. Adiós, hasta nunca. Y puedes vivir tranquilamente, en modo relax-o-visión, en un tono pasivo… aunque claro, poco a poco esa paz se irá sintiendo como un infierno interior absoluto.

Las mujeres, especialmente, vivimos con muchos de esos infiernillos que no nos permiten vivir libremente, y que la mayoría de las veces dejamos pasar, porque es mejor que hacer un escándalo. Pero la verdad es que, mientras más nos damos cuenta del silencio sepulcral que hemos guardado durante varios años, nuestro enojo crece y las ganas de gritar aumentan. Y no solamente hablo de temas que históricamente han sido tachados de tabúes por su complejidad (y obviedad), como la sexualidad, sino también asuntos económicos, laborales y académicos. Recuerdo a una profesora de la Universidad, quien me contó que a ella le tocó sentarse afuera de los salones de clases, porque las mujeres todavía no tenían permitido estar dentro de un aula (no, de verdad, ¿lo pueden creer?). Pienso, también, en una amiga que me contó, con voz silenciosa, que estaba embarazada y que no quería tener al bebé. Recuerdo perfectamente que me quedé muda ante sus palabras, no por otra cosa que ignorancia. ¿Qué podía decirle? ¿Qué necesitaba? ¿Un consuelo, fuerza? ¿Algún dato médico que pudiera serle de interés? ¿Una coartada para faltar a su oficina? Simplemente me limité a escucharla, y traté de decirle algo inteligente, que a la fecha creo que no fue así. Al final no tuvo a su bebé, y por la manera en que ocurrió todo, ahora bien reflexionado, de verdad me hubiera gustado que contara con el apoyo médico que legalmente le pudo haber sido brindado, pero por el miedo que sentía no pidió, y decidió hacerlo a escondidas, poniendo en riesgo su vida.

También recuerdo a esa amiga que recibía maltrato psicológico de su novio (ahora ex, gracias), por miedo a quedarse soltera. Porque, en serio, pensaba que lo peor que podía pasarle era no  estar en una relación, por lo que aguantaba lo que sea de este patán (y cuando me acuerdo de algunas relaciones tóxicas que yo misma he tenido, mi enojo aumenta, especialmente cuando mis conocidos me dicen “sí lo veíamos, pero para qué decirte algo”).

Y así, mientras escribo estas palabras, poco a poco llegan a mi mente todas esas chicas cercanas a mí que buscaban auxilio de manera silenciosa: la que tuvo que lidiar con una enfermedad mental (quizás esquizofrenia, ahora es imposible saberlo); la que fue acosada por su jefe, O quizás no ir tan lejos: mi mejor amiga, que sufrió de bullying en la escuela, por el hecho de que no se maquillaba.

Ahora que vemos con otros ojos esto, es fácil notar cuánto hemos permitido que pase sobre nosotras. Y que tener tabúes no sólo afecta a las que viven esas experiencias directamente, sino que no nos permiten tener las palabras o acciones correctas para ayudar a las demás.

Y si bien he escrito sobre el tema con un tono pesimista, aquí está la luz del túnel: eso ya está cambiando. Algo bueno tiene el recordar mi silencio y mi poca madurez cuando me contaban todas esas cosas: a mis 30, al ver las noticias, los reclamos, los testimonios y lo que cuentan mis amistades, ahora tengo totalmente claro –como el agua, como un cristal– que buscaría todos los caminos y medios para apoyar a alguien. Preguntando “¿Qué necesitas?”, buscando medios, respuestas, o simplemente como compañía, porque también he aprendido que sí puedes ser de mucha ayuda, si simplemente eres un hombro para llorar.

Es bueno saber que nos podemos ayudar entre nosotras, y que es más fácil informarte para tomar decisiones con el total control de tu vida. Es increíble ser conscientes de que somos esa generación que quita el florero y el mantel, para arrebatarle su poder a los tabúes: somos esas mujeres que les damos voz… y les buscamos una solución.

*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en marzo de 2018.