Mucho se habla del miedo al futuro y la incertidumbre del presente. ¿Pero qué pasa con ese pasado incómodo? ¿Es válido dejarlo atrás?

Ilustración: Alejandro Herrerías
Hay muchísimas cosas de mi pasado que pocas veces podría aceptar enfrente de desconocidos. Es más, ni siquiera con mis amigos. Pero hay otras con las que –felizmente– he hecho las paces y que incluso relato con muchas carcajadas y lágrimas en los ojos. Por ejemplo, recuerdo esa mágica etapa en la que fui parte de la estudiantina de mi escuela secundaria (oh sí: usé esos pantaloncitos como de bufón de la Corte Real, ¡y tocaba la mandolina!) o también esa extrañísima fase en que fui gótica (el paquete incluía labial negro, faldas aterciopeladas, escuchaba música que parecía hecha con una licuadora y habitaba en mí mucha furia adolescente). Lo sé: no son momentos muy brillantes en mi existencia (si un día gano un Pulitzer, negaré todo esto), pero si voy a ser honesta, ahora ya bien visto con los ojos de la mujer de 30 años en que me he convertido, cuando recuerdo los conciertos, los nuevos amigos y las nuevas emociones, ese halo de “vergüenza” que cubría ambas situaciones, se desvanece para dejar nada menos que un lindo cariño, y reír cada vez que cuente una anécdota boba en alguna reunión.
Pero eso sí, agarrarle amor a ambas fases me llevó mucho tiempo. No saben cómo estuve peleada con esos momentos de mi vida. Por alguna razón las puse en el archivero de mi mente, etiquetado como “absoluta pena”. Incluso no hay fotos que comprueben que existieron, las destruí todas. Todas. Inminentemente, esto me llevo a reflexionar en cuánto nos pesa aceptar nuestro pasado, y perdonarlo. Si bien empecé esta columna hablando de situaciones cuyo mayor pecado es que fueron meros procesos de madurez y de autodescubrimiento, es imposible negar que hay otras cosas que guardamos en lo más recóndito del corazón y que nos traen pesadumbre cuando salen a la superficie, como si fueran monstruos en un pantano. No sé, pienso en ese beso que diste a la persona incorrecta, eso tan hiriente que permitiste que un exnovio malvado dijera sobre ti. Esa vez que hablaste mal de alguien (y que en una de esas hasta se dieron cuenta) o aquella vez en que fuiste realmente cruel contigo misma frente al espejo. Y así, podría seguir enumerando situaciones, yendo cada vez más al fondo, pero cada quien conoce los demonios que lleva dentro.
Al mismo tiempo, creo que no es el hecho de saber que hicimos algo mal o que nos hicieron daño lo que más nos duele, sino que quizás tuvimos la oportunidad de detenerlo, o que pasara de forma distinta. ¡La infinidad de posibilidades! ¿Cuántas veces no pensamos en la frase “esto lo hubiera hecho diferente”? Todas esas veces que sueñas despierta bajo la regadera, ganando discusiones inexistentes.
Sí, pues. Ojalá todo fuera sonrisas y momentos ya pasados por el filtro Ludwig de Instagram y siempre dormir en paz. Sin embargo, en otro episodio de “ironías de la vida”, los malos tragos suelen ser los que te dejan mejores lecciones, y en lugar de enterrarlos, quizás es bueno darles su merecido lugar, como aquellas cosas que te han dejado una buena enseñanza. Que nunca más volverás a dejar que alguien te diga algo hiriente. Que nadie pasará sobre ti, ni abusará de tus buenas intenciones nuevamente. Y quién sabe, tal vez quitarte esas culpas por circunstancias que todo este tiempo fueron ajenas a ti.
Nos preocupamos mucho por el presente y el futuro. Muchos dicen que el pasado puede estorbar. ¿Pero qué no conociéndote, incluso tu lado más oscuro, es la mejor manera de saber de lo que eres capaz? No, el pasado no estorba. Te forma, te hace madurar. Y no sólo es importante a nivel personal: ¿qué acaso no vemos cómo estamos repitiendo los mismos errores a nivel político y social?
Por mi parte, mi objetivo es que aunque me provoquen coraje y enojo entripado, ya no mandar a la oscuridad esas experiencias. Al final, todo lo que aprendió la Elsa del pasado, es un mensaje que le deja escrito con tinta indeleble a la Elsa del futuro. Y dicho mensaje, dice que podemos con eso y más. “Una raya más al tigre”, diría la frase popular. Y bueno, tampoco quemar fotos; será muy divertido verlas más adelante.
*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en agosto de 2018.
> Creo que no es el hecho de saber que hicimos algo mal o que nos hicieron daño lo que más nos duele, sino que quizás tuvimos la oportunidad de detenerlo, o que pasara de forma distinta.
Esto me pega durísimo. Si le juntas el hecho de que recuerdo muchas cosas sin proponérmelo, resulta en un ciclo vicioso horrible de que uno está recordando el pasado a cada rato y, con ello, los sentimientos de que todo pudo haber sido diferente (y, en la mente, siempre mejor) son constantes.
Ignorance is bliss
LikeLike