Ahora que hablamos del medio ambiente, no está demás pensar en este tema: ¿y si cambias el destino de un animalito, dándole un hogar?
Todo lo que das, se te regresa. Eso dice la frase popular y, honestamente, es algo en lo que creo fervientemente. Pero no sólo lo pienso a un nivel social, sino también cómo te tratas a ti misma. Dentro de esta nueva etapa de vida independiente en la que estoy viviendo, los cambios que he hecho yo han sido pequeños, pero pueden ser grandes (o eso dice Internet): ya no pido popote en restaurantes (a todos nos marcó ESE video de la tortuga, ¿cierto?), compro mi despensa a granel con botes reusados y tiro la basura en su lugar. Pero un tema que me ha movido mucho, es darle hogar a un animalillo de la calle; y es que después de adoptar a dos gatos, lo recomiendo mucho. Parafraseando la famosa frase del tío Ben a Peter Parker en Spider-Man, “todo poder conlleva gran responsabilidad”, yo diría que la felicidad que te da una mascota rescatada, conlleva tareas que no sólo harán al nuevo integrante feliz, sino que de cierta manera también te hará pensar de una manera más responsable, amorosa y definitivamente menos ególatra.
Adoptar a mi primer gato, Pirata, fue una odisea digna de tragedia griega. Pasé con una amiga por un albergue y lo vi en una transportadora. Noté que el pobre amigo no tenía un ojo, ni dientes, un cachito de oreja recortada y era tan enojadizo que si fuera un personaje de película, siento que sería Begbie, el más volátil de Trainspotting (de hecho ese iba a ser su nombre, pero era demasiado obvio que Pirata era el indicado) Vi lo hermoso que era, así que dejé mis datos con la encargada. En el transcurso de la semana, descubrí que no dejaba de pensar en él, en su tristeza que se notaba hasta en los bigotes, su baja energía y su furia descontrolada cada que alguien se le acercaba. A la semana, le llamé a mi amiga, porque en una de esas sí lo quería. Era un reto enorme que mi primer gato no fuera uno de esos mininos preciosos que te aparecen en Instagram y que con el tiempo se vuelven imagen de comida para gatos, pero oye: era hermoso al final de cuentas. Cuando llegamos, notamos que la herida de su ojo faltante estaba abierta, razón por la que seguro vivía enojado. Después de una serie de eventos desafortunados (créanme, no querrán saber), pasamos del albergue al veterinario, quien me dijo que Pirata debería pasar una noche con ellos, pero que al día siguiente estará perfecto para salir –casi de agencia– listo para su nuevo hogar.
Esa noche no dejaba de pensar si había hecho lo correcto. Llevaba pocos meses de vivir sola, y ahora iba a meter a un nuevo integrante, que quizás podría asesinarme por la noche. Pero dejemos a un lado su mal humor: ¿y si le pasa algo mientras no estoy? ¿Si le hace daño su comida? ¿Qué hago si no entiendo qué le duele? ¿Y si se escapa? Tan guapo con su pelaje blanco y negro y su nariz rosita, llegó a mi casa, y vivió abajo del sofá tres meses. No sabía exactamente qué hacer para que me tuviera confianza, porque todo en su rostro denotaba que lo que le habían hecho, era un juramento a no volver a confiar en nadie. ¿Mi solución? Encontrarle una nueva amiga.
Sorata (nombre que le di porque acababa de regresar de Japón, y significa “cielo encapotado”), llegó más fácil. Me dijeron que alguien la estaba dando en adopción. Primero vi una foto de ella toda sucia; al día siguiente, una foto de ella bañada. Y me enamoré. Contacté a la chica, quien me dijo que era muy cariñosa –quizás demasiado– y que se podría adaptar fácil a mi situación. Y así, al instante, dije que la quería, como quien está seguro de su primer amor.
Después de dos semanas de escuchar maullidos feroces y conatos de pelea, un día entré al departamento, y descubrí a los dos gatitos acurrucados en su camita. Y desde entonces, no ha faltado el amor en mi hogar. Mi gatita siempre quiere que me despida de ella, me recibe en el sofá y espera que la acaricie con la panza arriba; Pirata se me acerca con menos miedo, y se da besitos con su nueva novia. Final feliz: somos una familia funcional.
Todas esas preguntas que no me dejaban dormir se fueron desvaneciendo, porque –sorprendentemente– esa leyenda urbana que te dice la gente se hace realidad: tú te vas entendiendo con tus animales. Ahora me resulta fácil ver los cambios de humor (cuando no corren como caballos por la sala sé que algo anda mal), o si maúllan raro.
Es hermoso tener mascotas. Te acerca un poco a ese concepto de “amor incondicional”, tan difícil de entender. Preocuparse por un ser vivo que nada te debe, pero que está ahí para ti, sí que pone en perspectiva las cosas. Y definitivamente cambias el destino de un ser vivo indefenso. Pero lo hermoso es ver que, aunque uno crea que es incondicional, ellos sí dan algo a cambio. Que Sorata se siente conmigo después de un día difícil, o que Pirata pegue su cabecita contra mi pierna cada vez que le doy de comer, se me hace un avance tremendo. A veces pienso que así de sorprendido se quedó Alexander Fleming cuando descubrió la penicilina, pero en este caso no hay tanta ciencia. Bien me dijo una amiga sabia cuando le comenté de estos acontecimientos: “A todas las cosas vivas las toca el amor”. Eso me hace pensar que quizás el mundo no es tan difícil de entender. Sé amable, sé bueno, ayuda sin importar nada. Todo se regresa.
*Esta columna se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Glamour México y Latinoamérica, en septiembre de 2018.
Lloré mil.
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