
Una selfie en The Home Store
Cuando era niña, a mis papás les encantaba ir a Home Mart, una tienda que vendía absolutamente todo para la casa. Absolutamente-todo, te digo. La tienda tenía un castor gordinflón de mascota y era casi de ley que los domingos invertíamos muchas horas en ese lugar, del cual siempre salíamos con repisas nuevas, quizás un librero, a veces lámparas. Mi mamá ama las flores, entonces era normal regresar con el coche lleno de cosas de jardinería. Mi papá ama las herramientas, así que lo normal era que un nuevo taladro fuera parte de la familia saliendo de ahí. Yo amaba y odiaba esa dinámica; la odiaba porque implicaba pararse tempranísimo para emprender la excursión que duraría –al menos– cinco horas, pero la amaba –la amaba profundamente– porque buscar repisas, lámparas, clavos o pintura, era una manera de decir lo mucho que te importa tener un hogar. No un lugar con cuartos, me refiero a un hogar. Y honestamente –ahora que lo pienso– no había mejor mascota para un lugar así que un castor; los castores se esfuerzan mucho en construir sus casitas, en hacer sus presas con ramitas, y si algo he aprendido al ver a mis papás pensar y pensar y pensar dónde poner cada cosa –y también ahora que vivo sola– es que una casa o un departamento no es un hogar, hasta que una persona llega a hacerlo suyo. Como el conquistador llegando a nuevas tierras, nada más emocionante (y angustiante, ¿por qué no?) que un lugar vacío que lo harás tuyo.
Ya lo demás que pase en ese hogar, es otra cosa.
(Me pareció importante mencionarlo).
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Cuando me mudé a la caja de zapatitos en la colonia Roma, invité a varios amigos a comer. Entre ellas, a Alaíde (talentosa escritora, promesa futura), quien a minutos de ver el departamento, me dijo “es muy Elsa”. Y me he grabado esas palabras en el corazón.
La mente, como Dios, trabaja de maneras curiosas, y siempre he creído que las personas buscamos desesperadamente cualquier grieta en esta oscuridad llamada vida, para mostrar un poco quiénes somos en realidad. No importa si eres introvertido o extrovertido, o si insistes en que no te importa ese tema o si es lo único que te motiva en la vida: decimos quiénes somos a través de nuestra ropa, lo hacemos a través del arte, y también lo expresamos a través de las cosas que tenemos y cómo las ordenamos. Somos castores gordinflones, y cada una de las ramitas que ponemos en nuestra casa, siempre tiene una razón de ser.
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A veces paso horas viendo cuentas de Instagram de inspiración para departamentos, y por supuesto que me encantaría tener uno minimalista, de esos que tienen dos libros, una repisa negra, almohadas blancas. Veo esos departamentos con orquídeas, tipis elegantes para gatitos. Me encantan, sí, pero aunque lo intento, no logro que mi departamento se vea así, y al final lo atribuyo a que al final, esa no soy yo. La manera en que ordeno mi casa es un reflejo de mis gustos tan diversos y la imposibilidad de seguir una sola línea; tengo un cuadro con un dibujo original de Oliver Jeffers, y tengo un póster que –necia– vine cargando de Japón porque se me hizo bonito. Tengo Hello Kitty’s junto a mis cámaras. Tengo decenas de libros. Tengo almohadas con lentejuelas, tengo muchísimos muñequitos de mis series favoritas. Tengo plantas de sombra porque en mi departamento casi no da el sol. Tengo los muebles que poco a poco he podido comprar, y están con los que he heredado, de entre los cuales atesoro uno: un tocador al cual mi papá le dice “la coquetera”. De niña ahí ponía todos mis juguetes, mis muñequitos más preciados. Y conforme fui creciendo, el mueble fue guardando otras cosas, y es como si ambos hubiéramos evolucionado; de las barbies y los muñecos, ahora guarda mis cremas, mi maquillaje, todo lo que uso para cuidar mi piel y mi cuerpo. Tiene un espejo que me ha visto adelgazar, engordar, adelgazar, engordar, adelgazar; que me ha visto reír y llorar. Es el espejo que me ha acompañado más de 30 años, y una parte de mí desea que otros 30 más.
Somos un hogar.
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Tengo la costumbre de llegar temprano a todos lados, y hace poco para matar un poco de tiempo y antes de un evento de trabajo, decidí entrar a The Home Store a ver algunas cosas. Sólo por estar. Hay algo muy bonito en ver muebles y cosas de decoración. Es como estar ante un mundo de posibilidades para tu hogar. Hay toallas de algodón, almohadas con memory foam. Botes de basura de aluminio que tienen espacios para la basura orgánica e inorgánica (que deseo ansiosamente).
En las tiendas del hogar me paseo entre los muebles, toco las toallas, las sábanas, huelo las velas y las bolsitas de popurrí. Cuando hago estas exploraciones hay una sensación muy propia de la vida adulta, al tratar de descifrar qué vas a meter en tu propia madriguera, que me resulta fascinante. Y luego veo los precios exorbitantes, pero lejos de darme rabia, noto que habita en mí una idea esperanzadora, que va algo así como “un día tendré una casa donde pondré un bote así, una cama asa. Una colcha de ese estilo, un florero de este tipo”. De cierta manera, las tiendas para el hogar se me figuran una bola de cristal, que me dan el consuelo de saberme una mujer con una esperanza: que mis tiempos van a mejorar. Pensar en la idea de un futuro con un hogar bonito, hecho por mí, para mí y mis gatos, me llena de paz. No sé bien por qué el resto de mi vida no funciona así. ¿Será que estas son más un recuerdo feliz de infancia, y de ahí que no los vincule a algo fatalista? Debe ser, no sé. Pero ojalá todo me provocara esa sensación esperanzadora del “algún día todo saldrá bien” y no este perpetuo “ya no más” en el que siempre habito.
Siempre, siempre habito.