La puerta que no lleva a ningún lado

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Algunos productitos de limpieza que utilicé para limpiar mi casa.

No sé exactamente qué esté ocurriendo estos días (¿Mercurio retrógado? ¿Ahora sí el capitalismo salvaje devorándonos vivos? ¿El karma ya cobrándonos todo?), pero estos días ya tengo un ritual que se me hace angustiante: me siento en una de las sillas víctimas de las garras de mi gata en el comedor de mi departamento, me tapo el rostro con las manos y trato de asimilar toda la carga de estrés e incertidumbre que me golpea como si fuera una ola en el mar. Pero ojalá fuera el mar; no, esta es una ola punzocortante, donde todo el tiempo tengo que estar atenta a que una cuchilla no me saque un ojo, me rebane un dedo o se me clave directamente en el corazón. Es una ola donde no se me permite flaquear, donde más me vale ser fuerte, y un sinfín de situaciones que al ojo poco diestro le parecerían normales, pero al mío (siempre acechando todo aquello que me puede hacer daño) todo es una sucesión de eventos que se posan en mis hombros, como si fuera un muerto que debo cargar a todos lados. ¿Exagero? De verdad siento que no. Ojalá fuera así.

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Philip K. Dick tiene un cuento (dentro de la antología ‘La Mente Alien’) donde el protagonista –Bob Bibleman– es llamado a una especie de “concurso” en el cual (de ganarlo) podría cambiar su vida, incluso el mundo. El personaje, invadido por la ansiedad, la paranoia y tratando de simplemente respetar sus decisiones, simplemente no alcanza a satisfacer los requerimientos de dicho concurso (pensar en uno mismo) y es “desechado”. Durante todo el concurso no dejaba de pensar en su buena vida anterior, pero luego de ser desechado era imposible deshacerse de la idea de que nunca más volverá a tener una oportunidad así; no sabemos si era una buena oportunidad, pero definitivamente era una que le hubiera cambiado la vida. Bien pudo haber sido uno de los icónicos personajes de K. Dick, pero lo que me parece especialmente cruel, es que para este personaje, su historia terminó. Su historia terminó, y no hay nada más que pueda hacer. Hasta K. Dick lo desecha: ya no vale la pena ser contada su historia. Ya no depende de él, la suerte está echada, y es momento de que siga su vida, una que ya no nos interesa. Curiosamente, el cuento se llama “La puerta de salida lleva al interior”.

No dejo de pensar en ese cuento, en las oportunidades y en todo movimiento en falso que me podría hacer caer. Todo esto, por supuesto, aumenta mi ansiedad.

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Mientras trato de sobrevivir estos días tan violentos en altamar, noto esto: mi departamento es un desastre. En el trabajo acabo de tener una mudanza, por lo que tengo una caja y bolsas llenas de cosas que fui dejando allá por siete años. Tengo trastes sin lavar desde hace dos semana. Mi buró tiene tantos libros y cosas, que mis gatos no se pueden subir a jugar o a ver qué hacen los vecinos (especialmente ahora que hay una nueva vecina enfrente y quieren ver, insaciables, qué tanto hace, pese a que siempre tiene las cortinas cerradas). Tengo bolsas y bolsas de tela del súper, ropa amontonada, juguetitos, recuerdos. Y de cierta manera lo he normalizado: llego a la casa y esquivo las cajas, siempre tengo una nueva manera de colocar una taza en el fregadero de tal manera que nada se rompa. La ropa la hago bolita en el piso, y colaboro poniendo otro libro en el buró, para por fin llegar a mi cama, acostarme y ver cualquier cosa en mi celular, como si las pasadas diez horas no hubiera hecho eso.

Y esta rutina me deprime todavía más, especialmente porque no dejo de pensar que este desastre físico que tengo en mi casa, es el reflejo del enorme, escandaloso y desesperante ruido blanco con el que estoy viviendo en mi cabeza y mi corazón.

Y muchas ideas me pasan. ¿Necesito irme de viaje? ¿Necesito aires nuevos? ¿Necesito pareja? ¿Comprar más muebles? Creo que lo que realmente me estoy preguntando es si necesito que me claven un cuchillo en la pierna, sólo para ver si estoy viva. Ni estoy atendiendo el interior ni estoy atendiendo el exterior: es como si mi puerta de salida no diera hacia algún lado; es una puerta giratoria desde donde veo el mundo pasar, sin acceder a nada. Es una puerta de cristal, y a través de ella veo girar todo aquello que deseo, todo aquello que me gustaría ser, hacer, desear y sentir, pero yo estoy en esta puerta, automática, que no da a a ningún lado. 

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No dejo de pensar en esto: la manera tan terrible en que soy, conmigo misma. Como si de verdad no estuviera dando lo mejor de mí en todos lados, tratando de que todo sea más pasajero. Soy el pasajeron de Iggy Pop: I am a passenger / And I ride and I ride. Así es: and I ride, and I ride, and I ride. ¿Qué es lo que nos lleva a ser tan crueles?

Eso por un lado. Por el otro, mi casa. La casa que prometo cuidar, que comparto con dos gatos, que siempre he pensado que es un templo. Un templo, como mi cuerpo. Un templo, como mi mente. Dentro de todo lo horrible de este asunto, me parece interesante esta sincronía de desastres: es como si hubiera destrozado todos estos templos, y ya pasaron más de tres días y nada más no los reconstruyo. Saltar las cajas, equilibrar los trastes, guardar todo, basurita por todos lados. Todo es tan cínico y triste.

No sé si pueda ponerle solución a lo que sea que esté pasando que la angustia y el estrés gobiernan este mundo. Hay cosas que no dependen de mí… ¿pero las que sí? Hay que hacer algo. No queda más. Pienso en concentrarme en mis cosas, tomar un par de clases de “mind my own business“.  No fijarme en los demás, ni cercanos ni las lejanías que leo en las noticias. No puedo seguir prestando tanta atención a las injusticias, porque –diría mi mamá– terminaré muriéndome de la pasión.

Y lo que queda, aparte de languidecer, es ver mi camino. Ver mi camino sin ver a los lados ni atrás y simplemente acelerar hasta que cosas buenas pasen. ¿Es este mi lado optimista? Tratar de que pasen, pero confiar en que lo que uno haga por uno, es lo mejor que se puede hacer. Trato de hacer las cosas más fáciles, seguir siendo la misma mujer eficiente que he sido desde hace tantos años, quizás desde que nací. Mandar señales, soñar alto. Si Bob Bibleman hubiera pensado en sí mismo, ¿hubiera sido el protagonista de otro libro de Philip K. Dick? Y no es que en esa ruleta le fuera mejor (sabemos que todos sus protagonistas viven locuras apocalípticas)… pero quizás sabríamos de él.

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¿Qué será de Bob Bibleman ahorita?

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¿Y mi casa? El domingo ya vacié las cajas, lavé los platos (con jabón extra). Barrí, limpié los areneros, tiré mucha basura. Barrí, trapeé, perfumé las paredes.

A sabiendas de que nuevamente mi casa será un tiradero, me queda pensar que lo importante es lo que uno hace ahora. Y si el ruido blanco de mi mente se refleja en el desastre de mi hogar, ¿podría ser que arreglando el desastre de mi hogar, sane lo que pase en mi mente? Es un mundo tan loco, tan enorme, tan eterno. A estas alturas, vale la pena intentarlo todo. Vale la pena limpiar el exterior para ver si resuena en el interior. Vale la pena que la puerta, esta puerta en mi corazón en una dimensión aterradora que ya no se distingue si es de entrada o de salida, ya con que dé a un lugar nuevo, es ganancia.

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