Siento que vengo al blog sólo cuando estoy triste o que suelo hablar de cosas muy clavadas en la textura. Recientemente, he escuchado mucho el consejo de recordar buenas anécdotas para mejorar el ánimo durante la cuarentena, así que, ¿por qué no? Hagamos una sección dedicada a recuerdos bonitos.
1. Cuando estudiaba música (que ese, en general, es TODO un momento feliz en mi vida), descubrí uno de mis superpoderes (por llamarlo de una manera): un día estaba sentada en el piso leyendo, esperando a que empezara mi clase de violoncello. En eso, llega un chico con el que tomaba clases, que de hecho no recuerdo su nombre, y dudo que él supiera el mío. Se sentó junto a mí, empezamos a platicar de las clases, y cuando menos lo esperé, empezó a contarme algunos de los problemas que lo estaban agobiando. Problemas que de verdad se ve que llevaba cargando por buen rato. Problemas recios, te digo. Yo lo único que pensaba era “¿pero por qué me cuenta esto?”. Después de una hora, nuestros maestros llegaron y nos despedimos. Posteriormente, me doy cuenta de que él no regresa a clases. O al menos no lo volví a ver, pero es raro porque yo casi nunca faltaba y dudo que él se haya cambiado al horario matutino, pues trabajaba. Esta dinámica se repitió con muchas personas en mi vida, pero no sólo conocidos, sino incluso con gente que tengo segundos de conocer. Lo que he notado, pues, es que muchas veces la gente me toma como un agente de confianza, y se desahogan. Se toman un respiro, por así decirlo. Y ha pasado tantas veces en mi vida, tantas, que ya me es imposible pensar que es una coincidencia. Y no sé, me hace feliz pensar que a veces la gente tiene descansos cuando se encuentran conmigo. Y por eso mismo, desde joven, me hice MUY BUENA guardando secretos. Nunca he contado NADA que alguien me haya dicho en estos fulgores de sinceridad. Es una manera de agradecer al destino poder conocer a a gente de una manera tan profunda y hermosa.
2. La primera vez que fui de viaje por trabajo, fue a Los Angeles. Yo no tenía ni la más absoluta idea de cómo viajar sola. ¿Tomar taxi? ¿Shuttle? ¿Cómo llego al hotel? ¿Tengo que dar mi tarjeta de crédito? Iba completamente inundada de dudas en la mente y mucha incertidumbre. Para mi fortuna, me encontré con otra periodista, que me dio algunos tips para viajar. Me indicó cómo llegar al hotel, ya que ella había reservado su transporte en un shuttle que iba lleno. Por mí vino otro, en el cual me hice amiguita de un chico de Nueva York, Dos niñas que venían de Fiji, otro chico de Filipinas y otro chico que no recuerdo de dónde era, pero vivía en los Ángeles. Este último era sumamente platicador y a todos nos llamaba por nuestros nombres (más o menos como en Zombieland). Por fin llegamos a mi hotel, nos despedimos todos y nos deseamos suerte. Después de un proceso largo para registrarme en el hotel, no sabía ni qué hacer. ¿Ir a caminar? ¿Turistear? ¿Mejor quedarme a dormir, aterrada de no estar en casa? Para mi nula experiencia en Los Angeles, no sabía que mi hotel (el hermoso W, al cual ahora le guardo un profundísimo amor), estaba en una zona mega céntrica. Le pregunto a un guardia a dónde podía ir y me dijo “llega a la esquina y dobla a mano izquierda, quizás ahí veas algo”. Fue directo, y al ver a la izquierda: Hollywood Boulevard en su apogeo. De repente sentí mucha paz. Tantas películas y series con este escenario, y me sentí un poco realizada. Yo, Elsa, estoy en Los Ángeles. Y desde entonces, ese punto, esa sensación en el corazón, fue lo que me quitó el miedo a viajar sola.
3. Todas los domingos en que salía a recorrer la colonia Roma, que siempre terminaban con un helado de queso mascarpone con mora azul.
4. Todas las noches en que salía de fiesta, y regresaba a casa con el delineador corrido, los pies destrozados de tanto bailar y los labios hinchados de tanto besar.
4. Una vez fui a una boda en la noche, en una playa. Ya entrada la noche, decido ir a caminar por la playa con unos amigos, la cual estaba en completa oscuridad. Llegó un momento en que las luces de la fiesta estaban tan lejanas, que lo único que nos daba luz era la luna. Tropezando por la arena, alcanzamos a ver un muelle, al cual fui caminando con mucho cuidado hasta el borde, donde vi una de las cosas más sorprendentes que he podido captar con mis ojos: la luz plata de la luna se reflejaba por completo en el mar, y daba la sensación de que yo estaba flotando, pues el muelle era ya imperceptible en ese punto. El mar se veía como una serie de ondas y las estrellas se veían como pequeñas esferas moviéndose. Yo sentía (lo juro, y ni estaba ebria, es imposible embriagarte en la playa, ¿no?) que estaba en un éter viendo todo. Fue una mezcla de felicidad, una sensación etérea, y también mucho terror (¿flotar sobre el mar?).
Decidimos regresar dando pasitos chiquitos por el muelle, esperando con los corazones que nuestros pies pisaran madera cuando avanzábamos, y la angustia terminó cuando llegamos a la arena. Poco a poco, al ir notando cómo aumentaba el volumen de la música y ver a los demás invitados bailar, fue más o menos como regresar de ese trance.
Un trance que me encantaría volver a vivir.