Demonios internos y hamburguesas

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(¡Esta hamburguesita la pinté yo!). De ahora en adelante, trataré de acompañar algunos posts con ilustraciones mías.

La comida y yo siempre hemos tenido una relación extraña, incluso más rara que la que he tenido con los hombres. Si bien amo comer nuevas cosas, en cada viaje trato de probar algo extravagante (menos insectos o algo que no me volverá a dejar dormir en paz) y tengo la firme idea de que no hay mejor manera de conocer los usos y costumbres de un lugar que por su comida, lo cierto es que no hay bocado,  ni siquiera el canapé más pequeñito, al que yo no le cosa un hilo de miedo y terror, acompañado con la punzante pregunta “¿qué le harás a mi cuerpo?”. Y ahí empieza un calvario donde toda clase de ideas pasan por mi mente, a pesar de que por años he tratado –con todas mis fuerzas, con toda mi alma– de eliminar dichas voces. “¿Engordaré mañana un kilo después de esta cerveza?” “¿Si solo como proteína, mi cuerpo estará contento?” “¿Este pan dulce derribará todo este esfuerzo que he hecho?”

Mi vida dio un giro increíble desde hace un año. No hay necesidad de entrar en detalles, pero lo que es importante saber es que por primera vez en mucho tiempo, estoy contenta conmigo misma. Emocionalmente (gracias, terapia) y físicamente (¿gracias, ciencia?). Sin embargo, como siempre, la felicidad viene con muchas dudas, porque de otra manera las cosas son demasiado buenas para ser verdad. Sí, me veo al espejo y sonrío (¿pero de verdad podrá ser duradero?). Me pruebo nueva ropa y se me ve increíble (¿pero podré usarla en el futuro?). Me siento más feliz (¿pero soy feliz?).

Y parte de mi sentir-bien se debe a que le he perdido un poco de miedo a la comida. Recuerdo mucho a las personas pasivo-agresivas (de esas que tanto abundan), haciendo comentarios sobre mis hábitos alimenticios o mi físico, creyendo que siempre tenían un buen consejo que dar (o un buen insulto que decir a mis espaldas), sin saber que lo mío era consecuencia de un padecimiento sencillo. Y tan fácil de controlar, que hoy en día me pregunto por qué el puente entre un doctor especializado y yo no se hizo antes, y en su lugar me pasee por un desfile de nutriólogos que jamás vieron que el problema iba por otro lado. Pero bueno, no vale la pena lamentarse porque –como siempre– las cosas llegan en el momento correcto en que puedes enfrentarlas, y ese puente se hizo cuando llegué a los 30.  Un puente que llegó después de críticas, experiencias tristes, momentos duros, y cosas que las personas en Facebook que aman compartir mensajes cursis conocen como “lecciones de la vida”.

En fin. Todo esto para contar una anécdota del vacío: Hace unas semanas fui a un evento donde la invitada principal era la comida. No, en serio: todo tipo de comida desfilando en bandejas de plata, cerveza, vino, refrescos, dulces; era el paraíso de quienes no le temen a Dios, y quienes no ven en la comida un recuerdo triste. Como decía, yo creía haber hecho las paces con este tema, pero algo extraño pasó esa noche: yo ya había comido una hamburguesa y una cerveza, y me sentía satisfecha. Bien, ¿no? Todo cool, pensaba. Sin embargo, todos a mi alrededor comieron dos, incluso tres hamburguesas, muchos litros de cervezas, canastas y canastas de bocadillos y postres a granel. No puedo mentir: para este punto empecé a sentirme muy ansiosa, pero no por tener el antojo, que ya no estaba ahí… sino porque empecé a relacionar la comida con una vibra de castigo y premio. Todos a mi alrededor, felices, delgados, perfectos: ellos pueden hacerlo. ¿Yo? Yo salí de un infierno, lo controlé, y no debía. No lo merecía. Ni quería, exacto, pero no debía. Mi ansiedad se originaba (nuevamente) en que la comida se apegaba a estas reglas de premio/castigo con las que la he relacionado desde siempre, y honestamente, mi síndrome premenstrual esa noche –que con esta nueva yo ahora le da por acentuar de una manera grave y terrible cualquier indicio de tristeza– no estaba ayudando mucho. Fui al baño a echarme tantita agua en el rostro, y a dejar que pasara esta herida que yo creía cicatriz, cuando en realidad se sigue abriendo de vez en cuando.

Era un momento feliz. Mucha gente querida a mi alrededor. La comida ciertamente deliciosa. ¿Por qué amo regresar a ese fondo? ¿Por qué amo ver ese abismo que me mira con ojos penetrantes? Uno de tantos miedos, uno de tantos traumas. Y al mismo tiempo en estos días me parece una batalla ganada que las mujeres amemos nuestro cuerpo, sin importar lo que diga el machismo, ni el heteropatriarcado. ¿Y que no amarte a ti misma debe ser un acto efectivo, como sea que tu cuerpo se vea? ¿Por qué me da miedo el pasado? ¿Soy superficial si he llegado a este punto, después de este cambio tan radical en mi cuerpo? ¿Pero no se trata de esto el autocuidado? Tantas cosas. La inseguridad de que mi reflejo no me dure mucho tiempo, el miedo a no tener control, incluso el terrible miedo a dar una respuesta, cuando alguien me pregunta “¿y cuando dejes la medicina, podrás controlar la ansiedad?”

Hay muchas preguntas. Muchas de ellas aún no tienen respuesta (y quién sabe si la tendrán). Sin embargo, no todo es tan malo: es en momentos de debilidad como este, donde noto la manera tan salvaje en que infravaloro esas herramientas de las que he tratado de armarme para saber que puedo tener el control, y sé que debo cambiar eso. ¿Ir a terapia, al doctor, todo es inútil? No, no lo es. Y al mismo tiempo, también queda entender que estar en una etapa más madura de tu vida, no quita que a veces el pasado vendrá, como pequeñas olitas, a recordarte esas dificultades por las que pasaste, y que es hora de hacerles frente. Como el cumpleaños de alguien no grato en tu vida, o el recuerdo de una relación tóxica, cuando piensas en la posibilidad de una relación en el futuro. O como platos de comida en un momento donde todos son felices, y eso debería incluirme a mí. Hay veces en que esos dolores son como huecos en el corazón, piezas perdidas de un rompecabezas que sigue armándose. Pero al final lo más sensato (¿y lo más lógico?) es valorar que has hecho tu trabajo, has hecho tu lucha. Ir a terapia, aprender a sonreirte frente al espejo. Sí, podemos ser nuestros peores enemigos, pero también podemos ser los mejores arquitectos de nuestras vidas. Somos luz y somos sombra.

Y pienso: si regreso a estos abismos, es porque tal vez –ya a mis 31– estoy en el momento en el que puedo enfrentarlos. Quizás este nuevo cuerpo es el reflejo de una nueva Elsa, una que puede tener control. Y que hacer las paces con la comida, implica nunca más hacer una dieta extremista ni dañina, sino una que disfrute, que satisfaga y que sepa controlar. Que escuche mi cuerpo, que escuche mi mente, que escuche a mi alma. ¿Estoy siendo muy cursi? Oye, al menos no es un meme en Facebook.

Habrá momentos así. Y está bien. No es hacer las paces con la comida, sino con esas veces en que dudaré de mí. Pensar “vaya, Elsa, otra vez aquí, ¿qué traes?”. Y luego recordar las cosas buenas que he hecho por mí, la ayuda que he buscado, y tener el control.

¿Y sabes qué? A la siguiente, comerme mi hamburguesa, sin culpas, con deleite. No pasa nada. Nunca pasa nada.

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