Sobre la tristeza, y lo que me enseñó armar un rompecabezas de mil piezas en dos días

Siempre he relacionado la tristeza con lo caótico. Es más o menos como cuando tu cuerpo todo el tiempo está en estrés absoluto y extrañamente es cuando rindes mejor en el trabajo o en tus pendientes, pero cuando por fin te das el LUJO de descansar, te enfermas de una gripe atroz que te deja tirada en cama dos días, cosa que compruebo no con artículos científicos, sino por la escuela de la vida, ya que esto siempre me pasa DE LEY cuando pido vacaciones. Al llegar el primer minuto de un día libre, es como si mi cuerpo pensara “perfecto, ya no debo estar alerta” y las defensas se me caen, como lágrimas desesperadas de los ojos.

Un trauma de la preparatoria: una vez estaba tan deprimida que no estudié para un examen de literatura, materia para la cual –por supuesto– era muy buena. Desafortunadamente en ese examen preguntarían fechas, épocas y cosas así, y simplemente yo me la pasé muy distraída esa semana siendo miserable. Así que vestida de falda tableada, chaleco azul marino y perdida en muchas ideas, decidí hacer un acordeón. Al ser una muchachita muy nerd y que casi nunca recurrió a la trampa, por supuesto que todo salió mal: me descubrieron dicho acordeón, me quitaron el examen y me reprobaron. La vergüenza se terminó besando con mi depresión en mis hombros, pero eso no fue impedimento para acercarme con la maestra y pedir una disculpa por semejante estupidez. “Yo lo sé, ¿pero qué te pasó? Aún así, sabes que te tengo que reprobar, ¿cierto?” Le dije “sí”, sin pero alguno, y mientras mis ojos se posaban en el papel frente a nosotras y seguían firmemente todos los garigoleos que hizo ella con la pluma roja hasta poner un “5”, no dejaba de pensar en la mezcla de sentimientos tan vacíos que sentía el corazón.

Pese a eso, haber dicho “sí” a la pregunta de saber por qué me estaban reprobando, es una de las cosas más adultas que hice a mis tiernos 17 años.

Todo esto, para explicar que es en la tristeza donde soy menos yo.

**

Desde hace semanas vengo arrastrando una tristeza que padezco como si estuviera en un pantano. Llevo varias noches soñando que estoy sumergida en lodo, e incluso una noche sentía que era tan imposible salir de ahí, que el despertador se escuchaba lejano, lejano, en otro mundo. Cuando por fin pude conectar con el mundo real, el sonido del despertador se hizo una especie de brazo que me tomó de la mano y me sacó de ese pantano. Me desperté un poco agitada, como si efectivamente estuviera rodeada de lodo hasta la cabeza. A esos escenarios también los han acompañado pesadillas de otro tipo que solo son momentos amargos que no voy a desarrollar aquí.

El sábado, un poco harta de las distracciones con las que he estado absorta, veo sobre mi repisa un hermoso rompecabezas que me regalaron en Navidad y decido que es el día perfecto para armarlo. Lo abro, tiro las piezas en el suelo, y una hora después de ver el escenario, llegué a la conclusión de que ese reguero de piezas no podía durar tantos días en mi pequeño departamento; por mis gatos, por el polvo, por mi camino diario. La misión, así, sólo podía ser una: armar el rompecabezas ese fin de semana, no más.

**

SÁBADO

Empiezo a armar el rompecabezas y me resulta satisfactorio pensar lo buena que soy para esto. Siento mi mirada punzante viendo cada una de las piezas y la manera tan acertada en que concluyo cuál va con cuál. Todo el mundo siempre dice que empieces con los márgenes, y si bien voy separando esa parte en específico por su obviedad, veo que la separación por colores, diseño y tonalidades me es mejor. Me sorprendía un poco tomar piezas al azar y que encajaran, o la manera en que un simple punto de color era pista suficiente para deducir en qué parte del rompecabezas iba. De cierta manera, este deducir –e intuir– comprobaba la mujer que siempre me he pensado: la observadora, la que intuye, la que entrecierra los ojos cuando ha llegado a una conclusión. Disfruto esta sensación, especialmente porque poco a poco me iba alejando de mi malestar y mi tristeza.

Este día decido poner música, y noto que la playlist me pone melancólica. Llena de música ochentera, glam rock, synthpop y darkwave, me pone triste pensar que no he pisado un antro o un club en un año. No he ido a los antros gays que tanto amo, a los lugares gotidarks que tanto me encantan, pero no solo eso: siento que tiene un siglo que no voy a una fiesta de alguien, quien sea, donde vas a beber, quedarte platicando en la cocina, pasarte a la sala, echar miradita con alguien-de-buen-ver, y ya luego irte a las tres de la mañana, ciega de cansancio y con la firme idea de que no sabes cómo ligar. Al escuchar a The Cure o a Morrissey, me acordé de muchas fiestas donde todos coreábamos Friday, I’m in Love (aunque no estuviéramos in love) o cuando nos emocionábamos con ‘First of the gang to die‘. Esto, claro, antes de que Morrissey se hiciera lo que sea que sea hoy. En fin, el punto es que escucho la música y se hace muy punzante esa nostalgia de salir, abrazar personas, arreglarme para lo que sea que tenga la noche para mí. ¿Volverán esos días? ¿Volverán a pegarme en la cara luces brillantes y a dejarme sorda las bocinas que me traen la música que tanto amo? Por ahora, un sábado en la noche, estuve en el piso armando un rompecabezas, aunque en verdad mi mente estaba sumergida en una tina, con un agua pantanosa cubriéndome toda.

Para la medianoche del sábado ya tenía un poco el margen, algunos gatitos y flores armadas, pero ya mi mente de verdad me suplicaba descansar. A diferencia de otros días donde el cansancio era producto de caminar u ordenar el departamento, en ese momento sentía un cansancio mental/emocional extraño: no por estrés ni angustia, sino cansancio de calcular y observar. Una parte de mí de verdad se sentía satisfecha al ya ni siquiera poder pensar en otra cosa que no sea dormir.

Antes de apagar todas las luces siempre leo un rato, pero ahora sí fue pijama, desmaquillarme, dormir. Adiós mundo, adiós, adiós.

Esa noche no soñé nada.

DOMINGO

Este día me levanto a las siete de la mañana. Desayuno mientras veo una serie, me preparo un litro de café, y nada más acabó el episodio, regreso directamente al cuarto a seguir con el rompecabezas. Los gatos también pasarían el día solos, así que cierro la puerta para que no se coman las piezas o destruyan lo que llevaba armado, ya que eso seguro hubiera tenido una respuesta catastrófica de mi parte, como abandonar todo. Todo.

Nuevamente me sumerjo en una concentración que pocas veces he sentido, aunque quizás debería especificar que pocas veces he sentido durante este año de pandemia. Incluso cuando pinto acuarelas, no sé si es porque suelo hacerlo mientras “veo” una serie en español o escucho un podcast, pero la concentración de una pincelada es muy diferente a la de observar todas las piezas de un rompecabezas. Es como si la primera actividad apapachara una parte de mi mente que necesita colores, mientras que la otra es una calculadora vieja y polvosa que está en proceso de reparación.

Sigo con mi racha de ver piezas a lo lejos y saber inmediatamente que van juntas; está ahí la enorme (y extraña) sensación de satisfacción cada vez que esto pasa. Era como comprobar que NO soy todo lo que me decía (¿dice?) la gente que no me quiere ver crecer: que soy buena observando, que soy perspicaz, que mis conclusiones son acertadas. Era como si ya nadie pudiera ningunearme nada.

Llega la hora de la comida, y me paso al otro cuarto para repetir lo de las siete de la mañana: me preparo algo de comer, juego con los gatitos, termino un episodio de la serie que estoy viendo, un poco inquieta porque esto debe terminar el día hoy. Para la tarde, sigo con la radio inspirada en música ochentera, aunque ahora con menos melancolía. ¿Será que escuchar esa música en sábado, detonaba los recuerdos de los bailes, las luces y la música? Quizás.

Pasadas algunas horas, noto que la parte izquierda y la parte derecha ya están armadas casi al 100%, pero algo ocurría con la parte del centro que me preocupaba, ya con pocas piezas sueltas restantes. ¿Qué estaba pasando? Horas y horas viendo todo, algo se me iba. Claro que la idea del rompecabezas incompleto me daba mucho pesar: nada peor que tanto esfuerzo para que algo no llegue a su 100%, aunque de cierta manera tampoco es que eso dependiera de mí. ¿Podía hacer algo? Ya llegaría el momento en que la Elsa del futuro tendría que pensar en alguna solución hogareña (¿hacer esa pieza con papel fabriano y acuarela?), por mientras solo quedaba pensar qué es lo que realmente ocurría con la parte de en medio. Decido pararme, sacudir las piernas entumidas e ir a la cocina para descansar la vista y prepararme un Aperol Spritz. Regreso al cuarto, y como halcón que ve una presa, LO VEO. Bastó alejarme un poco para ver el tonto problema: la solución era acercar la derecha y la izquierda. YA lo tenía todo, sólo era unir las partes. Ya había completado todo, pero en mi cabeza el rompecabezas era MUCHO más grande, cuando realmente ya estaba todo listo, solo era cuestión de unir ambos lados. Qué les digo, satisfacción plena: llevo cuidadosamente ambas partes al centro y encajan de la manera más perfecta. Es una metáfora de la vida, ¿no? Cada vez que me la vivo estresada o angustiada, siempre es “ve a tomar aire”. “Aléjate un poco”. “Abre tu perspectiva”. Me enoja, pero tienen razón. Soy de las que ama estar atenta a todo, angustiarse ante todos los escenarios, pero quizás es cierto: vete a tomar aire, a suspirar, por un cigarro, a darle la vuelta a la calle. Quizás cuando regreses, ahí estará todo.

Doy un sorbo a mi Aperol, orgullosa, porque ahora ya sólo faltaba poner las piezas sin pistas, unicolor. Y claro, fue lo más difícil.

Todos los espacios rosas, sin posibilidad de saber a ciencia cierta en qué espacio iban, por lo que ahora tenía que agudizar más la vista. Ver tamaños, formas, algún detallitos microscópico que me permitieran saber dónde iban las piezas. No mentiré: fue lo más desesperante del proceso.

Pero a las 11pm, esto se logró.

Pongo la última pieza del rompecabezas y una parte de mí se alegra, pero otra quiere llorar mucho. No sé bien por qué, pues no era tristeza; quizás era por haberlo logrado, quizás era por haber ¿evadido? la tristeza, quizás por haber puesto en pausa contestar mensajes y ver redes sociales, para de verdad sumergirme en esto. Quizás, quizás, quizás.

Escondo el rompecabezas abajo de unas bolsas para que los gatos finalmente entren al cuarto, y decido dar por concluído el fin de semana, donde ni salí a tomar tantito sol, no vi redes sociales, pero sí armé un rompecabezas de mil piezas y quise llorar por eso.

EPÍLOGO

Por supuesto que esto fue tema de terapia. Le digo a A. “este fin me encargué de evadir estos sentimientos”. A lo que responde “¿Evadir?” mientras me explica que hice algo con lo cual reforcé muchos de mis talentos. Y que en lugar de rumiar los pensamientos negativos (véase: acostarme a ser miserable, que también lo hago mucho), lo que hice fue un mini proyecto para reafirmar cosas. ¿Qué cosas? Eso ya es mío.

Después de terapia, desarmé el rompecabezas. Muchos me dijeron que lo enmarcara, que le hiciera algo. Pero de cierta manera me tranquiliza tener una caja cuyo contenido va a ayudarme a canalizar muchas emociones a las que les tengo miedo.

Y así, ahora tengo una caja en casa que me ayudará con la caja de Pandora en mi interior, que contenía una herida del pasado (de tantas), que yo creía cicatriz.

Dos nuevas cajas: una en este pequeño departamento, otra en mi pequeño corazón.

One thought on “Sobre la tristeza, y lo que me enseñó armar un rompecabezas de mil piezas en dos días

Leave a comment